En su Dilema de los erizos, Schopenhauer habla de cómo éstos, en una mañana de frío, se acercaban los unos a los otros para mantener la temperatura. Al juntarse, sin embargo, se pinchaban con las púas y sentían dolor. Así que debían decidir: o estar cerca y notar esa punción, o alejarse y morir congelados. En el prólogo de Donde habite el olvido, epítome poético del desamor, Luis Cernuda lo recogió de manera más lírica al decir: “Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.”
Cuenta Cuartango en su Elogio de la quietud que, meses antes de morir, Miles Davis se encontró con Juliette Gréco en París y al cuestionarle ésta si alguna vez se arrepentía de haberla dejado, aquel respondió “No importa el día o el rincón del mundo donde yo estuviera. Allí estabas tú”. Cuenta también que cuando Jean Paul Sartre le preguntó por qué no se habían casado, su respuesta fue “Porque la quiero demasiado para hacerla infeliz”. Su relación, al parecer, era algo imposible, pues la sociedad americana de los 60 jamás habría comprendido un matrimonio entre un músico negro y una cantante blanca.
A menudo, cuando no me entiendo demasiado a mí mismo, vuelvo a la primera frase de Davis y me viene a la cabeza el sacrificio que tuvo que hacer para permitir ser feliz a Gréco. Ahora que vivimos en la época del yo, que el individualismo ha devorado a todo aquello que escape a la esfera personal, me llama la atención el gesto. Ese dejar ir en defensa, no propia, sino ajena. Te abro la puerta porque te quiero, independientemente de que sea yo el que sufra el menoscabo. El que, vaya donde vaya, estará siempre pensando en ti.
Esa manera de amar de Davis es, en realidad, una forma de amor aún más pura que el querer. Renunciar al otro para permitirle ser feliz. Amputarse una mitad para que ésta sobreviva es un acto de altruismo que no está al alcance de cualquiera. Al dar puerta a Gréco para que siguiese su camino alejada de él, no estaba dejándola, sino haciéndole la mayor declaración de amor posible: anteponer el bienestar de ella al suyo propio. Él lo comprendió rápido: liberarla era la mayor demostración de ese afecto que le profesaba.
Habrá quien no lo entienda así, pero irse es, a veces, el mayor acto de amor. En ocasiones es la única salida, la única manera de seguir. Al dejar a Juliette, Miles no sólo estaba haciendo un sacrificio personal, un acto de heroísmo emocional, sino que se estaba condenando a sí mismo a un perpetuo estado de añoranza. Allá donde yo estuviera, estabas tú, le dice demostrándole que lo que se acabó en su momento fue el romance entre ambos. Pero nunca el amor que sentía por ella.
La historia de Miles y Juliette es la excepción que confirma la regla de la paradoja planteada por Schopenhauer. Al separarse de Gréco, lejos de sentir el alivio de la distancia, comenzó a experimentar la angustia de la punción fantasma. Allí donde yo estuviera, estaban tus púas, le faltó decir.
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