23 ene 2022

Gattaca.

Cuando allá por los 90 Andrew Niccol escribió Gattaca, no se le pasó por la cabeza que casi 25 años después de su estreno, un domingo por la mañana, alguien estaría escribiendo sobre ella desde su sofá de Nashville. Y sin embargo, ocurrió. Está ocurriendo, vaya. Este suceso, inimaginable para él entonces, es, de hecho, algo similar a la premisa que regula la película: es posible que exista una única posibilidad entre cien de que algo no suceda y, aun así, que no acabe sucediendo. La fe, en último término, no admite prueba en contrario. Donde existe esa creencia que escapa a los límites de la razón poco importa la estadística. ¿Una posibilidad entre un ciento? Perfecto, tú dámela que yo me aferro a ella y vivo. Duda tú si quieres. Yo voy a creer, como si jugara para Ted Lasso.

Casi seis décadas antes de que Niccol empezase a escribir la película, en 1927, Werner Heisenberg formuló el Principio de incertidumbre, según el cual es imposible medir cuál es la velocidad y posición de una partícula con plena exactitud, incluso de forma teórica. Al parecer, la observación del elemento introduce una variable que hace que no sepamos realmente cuál es su estado natural, por lo que si conocemos muy bien su velocidad, no podemos conocer perfectamente su posición. Y viceversa. O sea, que igual la certeza es algo menos categórico de lo que pensamos.

El tema principal de Gattaca es que es posible conocer, desde el momento del nacimiento, la causa de la propia muerte. Un simple test genético al nacer te convierte en un completo paria o te sitúa en lo más alto de la cadena. Así, en la película, a los diez segundos de llegar al mundo ya se sabe que el corazón de Vincent Anton tiene un 99% de posibilidades de pararse. O lo que es lo mismo, sólo un 1% de posibilidades de no fallar jamás. Su condición congénita le convierte, de forma automática, en un no apto. Él, no obstante, se aferra a esa ínfima posibilidad de que sus latidos nunca se paren. Tiene fe en sí mismo porque ha entendido algo importante: mientras el músculo siga latiendo, su sueño permanece intacto. Así, abrazando lo improbable, es como llega a entrar en Gattaca y despegar rumbo a Titán.

Jerome Morrow, que así es como se hace llamar Vincent tras tomar prestada una identidad ajena, es el perfecto ejemplo de lo que no es posible. De él se puede aprender lo que es el esfuerzo. ¿De verdad quieres algo? ¿Pero cuánto lo quieres? Dime qué estás dispuesto a sacrificar para conseguirlo, incluso sabiendo que tienes todo en contra. No sólo es el epítome de lo que significa tener fe, sino también de lo que supone la tenacidad. Es la prueba viviente de que la pasión es un valor seguro. 

Sospecho que cuando Niccol dirigió Gattaca no pensó en Heisenberg. Pero en cierto modo ambos hablaban de lo mismo: no importa cuánto se aproxime algo a una certeza, siempre existe un pequeño resquicio de duda. Una rendija de probabilidad. El futuro no está escrito y el hecho de que algo sea probable no significa, de facto, que sea seguro. Existe una incertidumbre consustancial a la propia condición de estar vivo. Que no se pueda determinar la velocidad y la posición de algo con exactitud sólo prueba una cosa: que ese algo existe y que todavía está en movimiento. Un poco como el corazón de Jerome, que a pesar de que todo apunta a que en algún momento va a fallar, para el momento en que sube al espacio ya lleva veinte mil latidos de más. 

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