Quizás por aquello de que la vida
a veces te la sirve con cuentagotas, existen dos cosas que, a lo largo de los
últimos años, me han venido obsesionando en torno a la felicidad. Por una
parte, la imposible posibilidad de embotellarla en pequeñas dosis que contengan
su esencia y que, cuando vienen mal dadas, me permitan recuperarla—como si uno pudiera
capturarla al vuelo y convertirla en un bien de consumo. Y por otro lado, la
consciencia inmediata y simultánea de esa alegría, es decir, no sólo ser feliz
en un instante concreto, sino además saber que lo estás siendo; lo cual en mi
caso multiplica esa sensación: el conocimiento de mi propia felicidad me pone
aún más contento.
De esta manera, uno de los
elementos que con mayor frecuencia me hacen ser consciente de que estoy siendo
feliz es la contemplación de la belleza. Lo bello, aquello que generalmente
transciende mi entendimiento, que me conmueve y al mismo tiempo me reconforta
gratamente, suele ser el catalizador principal de esos momentos susceptibles de
ser embotellados con vocación de efímera eternidad. La idea de estar
percibiendo algo irrepetible siendo conocedor de esa eventualidad, el pensar
que ese segundo, en ese lugar en particular y con esas circunstancias exactas,
se agota y no volverá jamás, hace que me recorra la espina dorsal una extraña
sensación de unicidad. Que automáticamente me sienta afortunado.
Así, mi tendencia perpetua a la
observación constante hace que encuentre esa belleza—y a menudo esa felicidad,
claro—casi en cualquier lugar de forma inesperada: una luz especial en el
horizonte, tenue, en una calle crepuscular en medio de Madrid; un reencuentro
con amigos tras meses al otro lado del Atlántico; un fragmento de un libro que
me remueve la conciencia y me hace cuestionar cómo demonios no se me ocurrió a
mí escribirlo antes; conducir durante horas sin nadie al lado escuchando música,
o tomar la irrevocable decisión de regresar a España en un futuro no muy lejano,
suelen ser—son, de hecho—motivos bastantes para que de vez en cuando aprecie el
lado más destellante de la vida.
Todas estas cosas, más o menos fútiles
vistas desde fuera, me generan esa leve sinapsis de plenitud vital, de ganas de
seguir hacia delante sin mirar demasiado atrás. Y casi siempre que las
experimento, aunque no sea capaz de embotellar el sentimiento de forma inmediata,
tengo la sensación de poder agarrar al tiempo por el cuello y detenerlo para escuchar
mentalmente, apenas unos segundos, las primeras notas del Claro de luna de
Debussy; señal inequívoca no sólo de que soy feliz, sino de que además en ese
preciso instante estoy siendo plenamente consciente de serlo.
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