El primer verano que me dejó
Laura nos hicimos amigos. Hasta entonces no sé muy bien qué éramos. Yo acababa
de llegar de dos años viviendo en Alabama y a él, sin saberlo, le faltaban
apenas meses para irse. Aún no sabemos a dónde, aunque lo sospechamos. Me llamaba
por las noches embutido en sus tirantes y atusándose el bigote—o al menos así
me lo imaginaba yo al otro lado de la línea—, y me invitaba a encontrarnos al
día siguiente en el portal para ir juntos a la compra. No importaba cuál fuera
mi plan de aquella noche, ni qué tuviera que hacer por la mañana; yo siempre le
decía que sí. Él, cuyo concepto de la puntualidad era no hacerme esperar nunca,
llegaba siempre cinco minutos antes. Jamás despeinado. Me daba las llaves de su
coche, que era la máxima condecoración que otorgaba a nadie, y nos
íbamos.
Para él todo eran guayaberas. Fueran
o no camisas. Fueran o no blancas. Fueran o no de lino. Allá donde íbamos todos
le trataban de don o de señor, cosa que él aceptaba con naturalidad y que a mí
me hacía gracia. Yo le llamaba Macario, o Maqui, según el día, aunque en
realidad se llamaba Francisco. Supongo que heredé de él la costumbre de nunca
llamar las cosas por su nombre, algo que nos diferenciaba a los dos de
Aureliano Buendía, quien simplemente se limitaba a señalarlas con el dedo en
aquel mundo tan reciente de Macondo.
De nuestros largos paseos por el
supermercado recuerdo varias cosas: primero, que la lista era orientativa, si
ponía tres botes de tomate cogíamos cinco, si no ponía café daba igual, porque era
innegociable en nuestro carro; segundo, que como yo tenía mal la espalda no me
dejaba cargar ni una bolsa de gusanitos, a pesar de que él estuviera más cerca
de los 90 que yo de los 30; y tercero y más importante, que daba igual si el restaurante
se iba a pique ese año, pues ir con él a la compra ya era en sí la mejor de las
ganancias a que uno podía aspirar. Hay días que creo que nos lo pasábamos tan
bien juntos que hasta íbamos cuando no hacía falta.
Ese verano, tras semanas riéndome
del penalti de Juanfran en Milán, aprendí que el karma existe y que uno no debe
reírse de las desgracias ajenas ni cuando dan Copas de Europa a su equipo. Una
noche me paró la policía local en la plaza de Neptuno y me puso una multa de
500 euros y tres puntos por imbécil. Él, que sabía que no tenía un duro, al día
siguiente llegó al coche y me dio un sobre cerrado: “Toma, para la multa”, me
dijo. “No, socio, esta la pago yo, que es mi culpa”, le respondí. Y por primera
vez en mi vida me aceptó sin rechistar que le rechazase dinero; quizás el único
momento en 30 años en que he estado cerca de su nivel de integridad. A veces
pienso que en el fondo se enorgulleció de que no se lo cogiera.
Aquellos meses, sin saberlo,
pasamos cientos de horas despidiéndonos. Yo le hacía gracias mordaces como si
fuera uno más, y él me las reía a carcajadas al tiempo que mi madre se
escandalizaba por la manera que tenía de hablarle a su padre. Será tu padre—pensaba
yo—pero este señor es mucho más que mi abuelo. Y así, mientras hablaba con él entre
rotonda y rotonda, fue como poco a poco fui conociendo a aquel hombre y dándome
cuenta de que en realidad no llegaba cinco minutos antes por un mero sentido de la puntualidad,
sino que lo hacía porque era un adelantado a su tiempo.
Que siempre lo había sido. Hasta para morirse.
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