20 jun 2019

Aquel tipo del bigote.


El primer verano que me dejó Laura nos hicimos amigos. Hasta entonces no sé muy bien qué éramos. Yo acababa de llegar de dos años viviendo en Alabama y a él, sin saberlo, le faltaban apenas meses para irse. Aún no sabemos a dónde, aunque lo sospechamos. Me llamaba por las noches embutido en sus tirantes y atusándose el bigote—o al menos así me lo imaginaba yo al otro lado de la línea—, y me invitaba a encontrarnos al día siguiente en el portal para ir juntos a la compra. No importaba cuál fuera mi plan de aquella noche, ni qué tuviera que hacer por la mañana; yo siempre le decía que sí. Él, cuyo concepto de la puntualidad era no hacerme esperar nunca, llegaba siempre cinco minutos antes. Jamás despeinado. Me daba las llaves de su coche, que era la máxima condecoración que otorgaba a nadie, y nos íbamos.

Para él todo eran guayaberas. Fueran o no camisas. Fueran o no blancas. Fueran o no de lino. Allá donde íbamos todos le trataban de don o de señor, cosa que él aceptaba con naturalidad y que a mí me hacía gracia. Yo le llamaba Macario, o Maqui, según el día, aunque en realidad se llamaba Francisco. Supongo que heredé de él la costumbre de nunca llamar las cosas por su nombre, algo que nos diferenciaba a los dos de Aureliano Buendía, quien simplemente se limitaba a señalarlas con el dedo en aquel mundo tan reciente de Macondo.

De nuestros largos paseos por el supermercado recuerdo varias cosas: primero, que la lista era orientativa, si ponía tres botes de tomate cogíamos cinco, si no ponía café daba igual, porque era innegociable en nuestro carro; segundo, que como yo tenía mal la espalda no me dejaba cargar ni una bolsa de gusanitos, a pesar de que él estuviera más cerca de los 90 que yo de los 30; y tercero y más importante, que daba igual si el restaurante se iba a pique ese año, pues ir con él a la compra ya era en sí la mejor de las ganancias a que uno podía aspirar. Hay días que creo que nos lo pasábamos tan bien juntos que hasta íbamos cuando no hacía falta.

Ese verano, tras semanas riéndome del penalti de Juanfran en Milán, aprendí que el karma existe y que uno no debe reírse de las desgracias ajenas ni cuando dan Copas de Europa a su equipo. Una noche me paró la policía local en la plaza de Neptuno y me puso una multa de 500 euros y tres puntos por imbécil. Él, que sabía que no tenía un duro, al día siguiente llegó al coche y me dio un sobre cerrado: “Toma, para la multa”, me dijo. “No, socio, esta la pago yo, que es mi culpa”, le respondí. Y por primera vez en mi vida me aceptó sin rechistar que le rechazase dinero; quizás el único momento en 30 años en que he estado cerca de su nivel de integridad. A veces pienso que en el fondo se enorgulleció de que no se lo cogiera.

Aquellos meses, sin saberlo, pasamos cientos de horas despidiéndonos. Yo le hacía gracias mordaces como si fuera uno más, y él me las reía a carcajadas al tiempo que mi madre se escandalizaba por la manera que tenía de hablarle a su padre. Será tu padre—pensaba yo—pero este señor es mucho más que mi abuelo. Y así, mientras hablaba con él entre rotonda y rotonda, fue como poco a poco fui conociendo a aquel hombre y dándome cuenta de que en realidad no llegaba cinco minutos antes por un mero sentido de la puntualidad, sino que lo hacía porque era un adelantado a su tiempo.

Que siempre lo había sido. Hasta para morirse.

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