24 jun 2019

El hombre que murió dos veces.

Hace un par de años en mi familia hubo una época en la que a la gente le dio por morirse. En menos de una semana a mis dos abuelos se les ocurrió que lo mejor era opositar para sacar por fin plaza fija en el Ministerio de Ausencia y pedir una excedencia indefinida —supongo que por aquello de poder volver a fumar sin preocuparse de pagar ya otras facturas. Un día, de pronto, tras más de cuatro lustros aparcada en un rincón, la pelona se instaló de golpe en mi casa y, claro, aquí ninguno entendía nada. “¿Quién es esta señora tan fea?”, nos preguntábamos todos. Por aquel entonces aquí casi nadie acostumbraba a morir, por lo que comenzamos a sentirnos un poco menos intocables. Más mortales, vamos. Algo así como lo que le sucedió a Buzz Lightyear cuando descubrió que en realidad era un juguete.

Uno de ellos, el paterno —que veía penaltis al Madrid hasta cuando la falta era en el medio campo— llegó incluso a morir dos veces: la primera de ellas estaba yo en Lynchburg haciendo el tour de la destilería de Jack Daniels, cuando en mitad del recorrido mi tía me escribió para decirme cuánto lo sentía. Automáticamente mandé un mensaje a mi madre para decirle: “Joder mamá, malo es que esté lejos y se muera el abuelo, pero que no me lo digáis…”, a lo que ella me contestó con un “Pero ¿qué dices, hijo?  Si todavía no se ha muerto”. La segunda, un poco más mortal que la primera, fue ese mismo día, sólo diez horas más tarde. Andaba yo en Atlanta cenando unas alitas muy picantes cuando mi padre me llamó para decirme que aquel hombre por fin había decidido exhalar su último suspiro. Cuentan que se fue tan en paz que ni siquiera protestó al árbitro en los minutos de descuento.

De él recuerdo una tupida cortinilla en la cabeza que levantaba el vuelo a la menor gota de viento. Eso, y que según acababa de comer se largaba a jugar al dominó —o al menos eso es lo que nos hacía creer al resto. Al llegar de la partida se sentaba en la terraza y libraba una batalla a vida o muerte con un melón al que infligía cortes de asombrosa precisión, más propios de un cirujano que de un contratista jubilado. Tal era su obsesión con esa fruta que yo creo que murió con la pena de no ser nunca nombrado hijo predilecto de Villaconejos.

Aquel balcón del cuarto piso en el que operaba al piel de sapo se encontraba en el corazón de Benidorm, rodeado de edificios de otro tiempo. Y es en ese punto de la costa donde más en su salsa le recuerdo, caminando flamante entre aquellas carreras de andadores que se daban cita en el paseo marítimo. Fue allí donde durante más de dos décadas se bailó cada noche un pasodoble con mi abuela. Donde cada tarde, de su brazo, recorrió ida y vuelta la playa de Levante, amarraditos los dos, como si rindieran homenaje a María Dolores Pradera.

Mi abuelo no pisó un médico en su vida, de hecho hubo un tiempo en que a sus ochenta y tantos tenía tanta salud que hasta pensábamos que acabaría heredándonos a todos. Y, sin embargo, un día decidió que aquello de vivir ya estaba algo demodé. A Floren, que era un entusiasta de la vida, no le acabó la enfermedad, o al menos no la suya, que nunca la tuvo. Le acabó el olvido de la Nico, quien pasó años conviviendo con aquel, ya entonces extraño, que la atiborraba de leche con galletas. Él, que fue la persona más independiente que yo he conocido nunca, jamás pudo soportar que el alzhéimer le convirtiera en un mero compañero de piso de su mujer.

Como si después de sesenta años casados y miles de paseos hasta el Rincón de Loix eso fuese posible.

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