Hace un par de años en mi familia
hubo una época en la que a la gente le dio por morirse. En menos de una semana
a mis dos abuelos se les ocurrió que lo mejor era opositar para sacar por fin
plaza fija en el Ministerio de Ausencia y pedir una excedencia indefinida —supongo
que por aquello de poder volver a fumar sin preocuparse de pagar ya otras
facturas. Un día, de pronto, tras más de cuatro lustros aparcada en un rincón,
la pelona se instaló de golpe en mi casa y, claro, aquí ninguno entendía nada.
“¿Quién es esta señora tan fea?”, nos preguntábamos todos. Por aquel entonces
aquí casi nadie acostumbraba a morir, por lo que comenzamos a sentirnos un poco
menos intocables. Más mortales, vamos. Algo así como lo que le sucedió a Buzz
Lightyear cuando descubrió que en realidad era un juguete.
Uno de ellos, el paterno —que veía
penaltis al Madrid hasta cuando la falta era en el medio campo— llegó incluso a
morir dos veces: la primera de ellas estaba yo en Lynchburg haciendo el tour de
la destilería de Jack Daniels, cuando en mitad del recorrido mi tía me escribió
para decirme cuánto lo sentía. Automáticamente mandé un mensaje a mi madre para
decirle: “Joder mamá, malo es que esté lejos y se muera el abuelo, pero que no
me lo digáis…”, a lo que ella me contestó con un “Pero ¿qué dices, hijo? Si todavía no se ha muerto”. La segunda, un
poco más mortal que la primera, fue ese mismo día, sólo diez horas más tarde.
Andaba yo en Atlanta cenando unas alitas muy picantes cuando mi padre me llamó
para decirme que aquel hombre por fin había decidido exhalar su último suspiro.
Cuentan que se fue tan en paz que ni siquiera protestó al árbitro en los
minutos de descuento.
De él recuerdo una tupida
cortinilla en la cabeza que levantaba el vuelo a la menor gota de viento. Eso,
y que según acababa de comer se largaba a jugar al dominó —o al menos eso es lo
que nos hacía creer al resto. Al llegar de la partida se sentaba en la terraza
y libraba una batalla a vida o muerte con un melón al que infligía cortes de
asombrosa precisión, más propios de un cirujano que de un contratista jubilado.
Tal era su obsesión con esa fruta que yo creo que murió con la pena de no ser
nunca nombrado hijo predilecto de Villaconejos.
Aquel balcón del cuarto piso en
el que operaba al piel de sapo se encontraba en el corazón de Benidorm, rodeado
de edificios de otro tiempo. Y es en ese punto de la costa donde más en su
salsa le recuerdo, caminando flamante entre aquellas carreras de andadores que
se daban cita en el paseo marítimo. Fue allí donde durante más de dos décadas se
bailó cada noche un pasodoble con mi abuela. Donde cada tarde, de su brazo,
recorrió ida y vuelta la playa de Levante, amarraditos los dos, como si rindieran
homenaje a María Dolores Pradera.
Mi abuelo no pisó un médico en su
vida, de hecho hubo un tiempo en que a sus ochenta y tantos tenía tanta salud
que hasta pensábamos que acabaría heredándonos a todos. Y, sin embargo, un día
decidió que aquello de vivir ya estaba algo demodé. A Floren, que era un
entusiasta de la vida, no le acabó la enfermedad, o al menos no la suya, que
nunca la tuvo. Le acabó el olvido de la Nico, quien pasó años conviviendo con aquel,
ya entonces extraño, que la atiborraba de leche con galletas. Él, que fue la
persona más independiente que yo he conocido nunca, jamás pudo soportar que el alzhéimer
le convirtiera en un mero compañero de piso de su mujer.
Como si después de sesenta años
casados y miles de paseos hasta el Rincón de Loix eso fuese posible.
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