Lo primero que hizo el día que llegó
la Smart tv de 60 pulgadas que habíamos comprado fue comprobar si funcionaba el
teletexto. Antes de eso habíamos tenido que mandarla a casa por mensajería
porque la caja no cabía en la parte de atrás del Mégane. Cómo no va a caber, me
decía, si ahí hemos metido muebles de uno ochenta. ¡No tienes ni puta idea!,
concluyó antes de que le tuviera que colgar el teléfono porque Laura estaba a
punto de estrangularme con la mirada. No puedes conducir así, olvídate, me dijo
al ver que tenía el asiento del piloto pegado al volante y pretendía hacerme
treinta y cinco kilómetros circulando como si fuera el chino contorsionista de
Ocean’s Eleven dentro de una caja de galletas danesas. Y tenía razón. Ella,
claro, no mi padre.
Con el tiempo me he dado cuenta
de que en realidad no hay escena que nos defina mejor. Él, desde casa, sin ver
el tamaño del paquete, diciéndome que entraba de sobra en el coche. Y yo, que
veía claramente que aquello no iba a entrar de ninguna manera, convencido de
que la puerta del maletero tenía que cerrar aunque aquel bulto sobresaliese
medio metro. Cuestión de fe, supongo. Eso, y también que a un padre, a ciertas
edades, se le acepta todo. Hasta poner en juego de forma telemática tu propia
percepción de los volúmenes.
Dice Manuel Jabois en Silgar 1980
que todo padre es un spoiler y el suyo es calvo. El mío aún no, pero va camino.
Yo no estoy muy preocupado porque tengo pelazo, pero mi hermano parece haber
heredado esa insuficiencia capilar destinada a ciertos grandes hombres. Hace unos
días le dio por cumplir sesenta—a mi padre, no a mi hermano—y a mí me dieron
ganas de hacer un anecdotario con la cantidad de veces que me ha recibido de
madrugada en la escalera de casa mientras subía yo en estado catatónico, pegándome
con las paredes mientras él me miraba desde arriba, como si en lugar de
regresar del bar más próximo lo hiciese del otro lado del Leteo.
El caso es que él ya no está en
sus fifties, nuestra casa ya no tiene
escaleras, y yo rara vez vuelvo ya dando tumbos por las esquinas, pero de vez
en cuando todavía fantaseo con encontrarme con él a las tantas en estado de
gracia y decirle: “Está Caronte en la puerta, por favor, sal y págale el taxi.”
Felices 60, Larry.
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