17 jul 2019

Sesenta años y una semana.


Lo primero que hizo el día que llegó la Smart tv de 60 pulgadas que habíamos comprado fue comprobar si funcionaba el teletexto. Antes de eso habíamos tenido que mandarla a casa por mensajería porque la caja no cabía en la parte de atrás del Mégane. Cómo no va a caber, me decía, si ahí hemos metido muebles de uno ochenta. ¡No tienes ni puta idea!, concluyó antes de que le tuviera que colgar el teléfono porque Laura estaba a punto de estrangularme con la mirada. No puedes conducir así, olvídate, me dijo al ver que tenía el asiento del piloto pegado al volante y pretendía hacerme treinta y cinco kilómetros circulando como si fuera el chino contorsionista de Ocean’s Eleven dentro de una caja de galletas danesas. Y tenía razón. Ella, claro, no mi padre.

Con el tiempo me he dado cuenta de que en realidad no hay escena que nos defina mejor. Él, desde casa, sin ver el tamaño del paquete, diciéndome que entraba de sobra en el coche. Y yo, que veía claramente que aquello no iba a entrar de ninguna manera, convencido de que la puerta del maletero tenía que cerrar aunque aquel bulto sobresaliese medio metro. Cuestión de fe, supongo. Eso, y también que a un padre, a ciertas edades, se le acepta todo. Hasta poner en juego de forma telemática tu propia percepción de los volúmenes.

Dice Manuel Jabois en Silgar 1980 que todo padre es un spoiler y el suyo es calvo. El mío aún no, pero va camino. Yo no estoy muy preocupado porque tengo pelazo, pero mi hermano parece haber heredado esa insuficiencia capilar destinada a ciertos grandes hombres. Hace unos días le dio por cumplir sesenta—a mi padre, no a mi hermano—y a mí me dieron ganas de hacer un anecdotario con la cantidad de veces que me ha recibido de madrugada en la escalera de casa mientras subía yo en estado catatónico, pegándome con las paredes mientras él me miraba desde arriba, como si en lugar de regresar del bar más próximo lo hiciese del otro lado del Leteo.

El caso es que él ya no está en sus fifties, nuestra casa ya no tiene escaleras, y yo rara vez vuelvo ya dando tumbos por las esquinas, pero de vez en cuando todavía fantaseo con encontrarme con él a las tantas en estado de gracia y decirle: “Está Caronte en la puerta, por favor, sal y págale el taxi.”

Felices 60, Larry.

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