3 abr 2022

Las ganas de volver.

Por no hacer mudanza en su costumbre, que decía Garcilaso, me he pasado media vida resistiéndome a adquirir ciertos hábitos que tras tantos meses fuera han acabado por injertar mis propios usos. Una de mis obsesiones a lo largo de los últimos ocho años ha sido tratar, por todos los medios, de conservar mi esencia. O sea, permitir que lo que permee de lo que me rodea sea lo justo para añadir a lo que había, pero sin sustituir nada de lo que ya estaba. Y es difícil, la verdad.

Día tras día, año tras año, he ido descubriendo cómo vivir fuera de España me iba poco a poco cambiando. Como una gota constante, la lejanía ha ido horadando de forma casi imperceptible mi identidad y convirtiéndome en un híbrido cultural que ya no pertenece a ningún lado. Mis raíces siguen —y seguirán siendo siempre— las mismas, pero de tarde en tarde aparecen brotes nuevos que indican señales del inevitable cambio. 

Uno de mis miedos principales siempre fue perder la lengua, empezar a olvidar las palabras que algún día me fueron propias. Si escribo cada domingo es, en cierta medida, por obligarme a ejercitar el diccionario mental que fui componiendo a cada paso. Si rechazo incorporar anglicismos a mi vocabulario no es por desprecio ni por ingenuidad lingüística (sé que la pureza no existe y que el lenguaje cambia), sino por un ejercicio de resistencia cultural y un fuerte apego a la tierra donde enraízan mis recuerdos. 

Algo que no suelo contar con frecuencia es que desde hace algún tiempo he dejado de creer que estoy aquí de paso. He asumido que lo más probable es que me quede y España sea esa Ítaca de excesos a la que regresar de vez en cuando. Una casa a la que volver siempre como el hijo pródigo, donde poder re-abrazar unos orígenes que me persiguen vaya donde vaya. 

Dicen los cursis que la única constante en la vida es el cambio. Pero es mentira. Lo único que realmente permanece, pase lo que pase, son las ganas de volver. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario