Quizás porque yo no la tengo, algo que siempre he admirado en el resto es la disciplina. Esa capacidad de decidir que vas a hacer algo y realmente hacerlo, sin más, sin buscar excusas ni terceros pies al gato de la pereza; como si la mayor parte de las cosas se hiciera por ciencia infusa y no tanto por un ataque de tenacidad. Confieso que desde hace años sufro del mal de la galbana, que me impide trabajar una hora seguida sin aventurarme a quitar el polvo de la estantería o vaciar el friegaplatos. Así, mi casa nunca está más impoluta que cuando tengo que estudiar, hasta el punto de que a veces pienso que si yo hubiera sido opositor a notarías, a buen seguro habría acabado montando una empresa de limpieza.
Algo que siempre he observado con una cierta desconfianza en los demás es el despilfarro del talento, es decir, cuando a una capacidad extraordinaria para hacer algo no le sigue una gran fuerza de voluntad. He visto gente desperdiciar oportunidades fantásticas por no tener la cabeza lo suficientemente bien amueblada. Genios en lo suyo que se han conformado con un seis cuando podrían haber tenido un diez. Nunca los he entendido. Tal vez porque siento que en el fondo soy uno de ellos. Un vago que durante años ha sobrevivido con lo mínimo, con una pátina de brillantez suficiente como para que el mundo no se dé cuenta de la realidad, mientras en el fondo soy consciente de que me falta algo.
Resulta complicado destacar cuando a la esclavitud del perfeccionismo se le une el yugo de la complacencia. Y el problema es aún peor cuando uno es consciente de ello, cuando sabiendo que existe la dificultad, es esa misma flojera la que le impide tomar cartas en el asunto. Lo dijo Larra al final de su “Vuelva usted mañana”, que de tantas noches como estuvo tentado de ahorcarse, ninguna lo hizo y fue por pereza (a pesar de que con el tiempo y por desgracia acabaría venciéndola). Es posible que sea más sencillo pensar en hacer las cosas que hacerlas, de la misma manera que uno puede continuar buscando excusas sine die para justificar la falta de rigor.
Todo esto lo cuento, porque esta semana, de repente, he tenido una revelación y me han entrado las prisas. El caso es que, después de un bofetón merecido e imaginario, me he dado cuenta de que si quiero seguir jugando a este juego, no me queda otra que llevarme la contraria y ser sincero: la tesis no puede esperar. Y yo, a estas alturas, tampoco.
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