Hay una extraña paradoja en los aviones. Por un lado representan el progreso, capaz de llevarte al fin del mundo en apenas unas horas. Y por el otro son una vuelta al siglo pasado, pues desde que se cierran sus compuertas —salvo que uno tenga la necesidad imperiosa— se pierde todo el contacto con el mundo que queda a nuestros pies. Ahí arriba no existen más problemas que los que ya estuvieran acuciando al momento del despegue. Si algo sobreviene, hay una dilación en el conocimiento que se prolonga desde que se da la novedad hasta que el tren de aterrizaje toca tierra. Volar, por tanto, no sólo es desplegar las alas; también es entrar en una cápsula del tiempo donde la actualidad se detiene y el mundo se para. Algo impensable en esta época frenética.
Una cosa que me gusta de los viajes largos en avión —transoceánicos todos ellos para mí— es que sé que voy a ser capaz de leer sin la constante vibración del teléfono. Que durante al menos ocho horas no habrá notificación alguna que distraiga mi frágil atención y podré pasar las páginas sin la ansiedad de preguntarme si me estaré perdiendo algo. Ahí arriba, sea lo que sea lo que ocurra, la vida puede esperar. Entre las nubes no sólo no se reciben mensajes, sino que el hecho de saber que no se recibirán, la anulación de la expectativa, contribuye a una paz que rara vez se alcanza a pie de calle.
A lo largo de los últimos ocho años, en los que he tenido que leer infinidad de páginas por obligación, he aprendido a valorar los momentos en los que puedo leer por placer. Cuando me subo a un avión, aparco las gafas de crítico literario y cultural, y leo sin pretensiones, sin preguntarme los porqués y sin necesidad de tomar notas con las que repensar el libro y moldear un potencial artículo. Cuando entro en la cabina y me siento, por tanto, no sólo apago el teléfono y me aíslo del mundo, sino que además desconecto de mí mismo. Por unas horas dejo de ser un estudiante de doctorado que escudriña por defecto todo lo que ve, lee o escucha. Descanso de lo que soy.
Volar, para mí, no sólo es una forma de transportarme de Madrid a Nashville y viceversa, sino que es una oportunidad perfecta para deshacerme del yugo de lo académico sin remordimientos. El viaje me permite retrotraerme a un pasado remoto donde era capaz de leer un libro o ver una película sólo por el mero disfrute de hacerlo. Así, a no sé cuántos mil pies de altura no sólo desaparece el ruido de la Academia, sino que hasta el silencio suena diferente.
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