27 mar 2022

La distancia.

Existen, en vivir en la distancia, pequeños momentos de felicidad inadvertida que resultan imperceptibles para el ojo que no ha vivido lejos. Hace poco, por ejemplo, me encontré sin esperarlo en la alacena con una lata de pimientos de piquillo que venían en uno de esos cargamentos llenos de amor que me llegaron durante la pandemia. Cajas de cartón envueltas en kilómetros de celofán con denominación de origen mi casa y que me ayudaron a paliar la sensación de aislamiento causada por el cierre de fronteras. Pequeños reductos de civilización que mi familia, y sobre todo mi madre, se empeñaron en hacerme llegar ante la difícil empresa del regreso. 

No son éstas las únicas alegrías que alberga la vida al otro lado del Atlántico. Algunas veces, cuando menos te lo esperas, encuentras entre la ropa una prenda que, por alguna razón aún no has usado, y sigue oliendo a lo que sea que huele tu casa. Otras, una pastilla de jabón Magno que permanecía escondida, esperando su momento para alegrarte el día. Parecen cosas nimias, pero la semana pasada me sorprendí a mí mismo pegado a unos calcetines —limpios, claro está—, olisqueándolos como quien acerca la nariz a un ramo de rosas. Y decidí, tras imbuirme de ese aroma, conservar el paquetillo en un lugar seguro en lugar de deshacerlo y calzármelo en los pies. Como si con no ponérselos fuese suficiente para viajar en el espacio.

Una cosa, sin embargo, que no aparece en el haber de la distancia son los sacrificios silenciosos. El nudo en la garganta de mi madre cada vez que cerramos juntos la maleta la noche antes de irme. El viaje al aeropuerto con mi padre poniendo buena cara, deseando un viaje agradable y un “vuelve pronto, hijo”. El mensaje de mi hermano antes de despegar con un “Te quiero, cabrón”. Las llamadas culpables entre semana preguntando si ando liado, si he comido bien, si está todo en orden. La fe de vida, al fin y al cabo. Gestos, todos ellos, que encarnan la paciencia del que espera algo, no se sabe muy bien qué, que me lleve de vuelta para poder sentarnos todos juntos a comer paella los domingos y escucharme refunfuñar sobre cómo a Rosita se le ha quemado el pan. Otra vez.


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