19 abr 2022

Diario de un impostor - VI.

Lo escribo aquí porque en algún lugar tendré que dejar constancia de que aquí sigo. 


La semana pasada volví al gimnasio. Lo hice mitad expectante mitad acojonado, un poco como Indiana Jones cuando tiene que cruzar el vacío para llegar hasta el grial. Regresé como quien vuelve al lugar del crimen porque ha perdido el DNI, con la esperanza de que siga allí, entre los restos, y me di cuenta de que quien tuvo, efectivamente, no siempre retuvo. Unas pesas por aquí, unas pedaladas por allá, y poco a poco, aunque no como antes, comencé a sentirme bien. Parece que el cuerpo empieza a despertar de su letargo y responder. Ya sé que de momento no voy a subir el Tourmalet en la Espada de Induráin. Pero es que tampoco me hace falta. Nací horondo y moriré siendo un tirillas gordo. 

Más cosas. Algo que no venía en la descripción de la enfermedad es el miedo. El miedo a que quizás el diagnóstico haya sido equivocado y que en realidad me esté consumiendo como un Marlboro en una sobremesa con algarada. No aparece en ningún lado y nadie te habla de él, pero añade unos cuantos kilos más al subir las escaleras. Paraliza bastante, sobre todo cuando tienes el día malo y por mucho que lo intentes no te alcanza la cabeza para pensar con la razón. A veces, la diferencia entre estar enfermo y sentirse enfermo es tener conocimiento de la enfermedad. Se puede vivir sin saber que los nervios están apagados o fuera de cobertura. Y no pasa nada. 

Hace unos días me entraron las prisas. De pronto, tras dos años sin saber muy bien si voy o vengo, me di cuenta de que la llevo cagando una temporada larga. Ni tesis, ni conferencias, ni artículos, ni nada. Complacencia, más bien. Y mucha. La de un idiota que se piensa que lo va a solucionar todo a última hora con un golpe de suerte. Y no. Así que, tras llevarme un soponcio, decidí hacer examen de conciencia y  resolví tratar de revertir la situación lo antes posible. El problema, claro, es que no se puede recuperar en dos semanas lo que se perdió en dos años. Así que a partir de ahora me parece que no me va a quedar otra que ponerme, de una santa vez, a demostrar si realmente quiero lo que se supone que me importa. Veremos. 

El jueves pasado, sin saberlo, enseñé la que podría llegar a ser mi última clase en Vanderbilt. Es posible que no lo sea. Pero por un momento, esta mañana, mientras esperaba sentado en un pupitre a que llegara la gente para hacer sus presentaciones, me ha dado por pensar que quizás haya empezado el fin de una era. Y no es que me asuste el futuro, ni mucho menos, pero no puedo evitar mirar hacia atrás y sentir una cierta nostalgia de la primera vez que cogí una tiza en Nashville. Tenía cinco años por delante y ninguna idea de lo mucho que me iba a cambiar la vida en este tiempo. Enseñe o no, empiezo a estar en el tiempo de descuento de este doctorado que nunca quise hacer y, de algún modo, he acabado haciendo.

La última. El 5 de mayo aterrizo, por fin, en España. Y como es la primera vez que vuelvo a casa desde mi resurrección, no pienso dejar de celebrar la vida. Como diría Alonso Quijano, “¿A mí leoncitos, y a tales horas?”. Pues eso, que habrá que vivir. 


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