Algo que me llama poderosamente la atención en esta época del yo, es que todo el mundo se vanaglorie de tener unos abdominales formidables y sin embargo sólo unos pocos mostremos con orgullo algo que, en el mejor de los casos, conlleva años de verdaderos esfuerzos: la barriga. Son muchos quienes la observan con desdén, olvidando que, al igual que lucir tableta de chocolate requiere de una disciplina férrea en el gimnasio, ser capaz de pasear con gracia una tripa bien cuidada también precisa de auténticos sacrificios gastronómicos. Los puristas dirán que no. Sin embargo, cuántos somos los que en multitud de ocasiones hemos seguido comiendo a pesar de no tener hambre. Cuántas cervezas nos hemos bebido aceptando de antemano la consecuente resaca. Cuántas tapas han caído como en un pozo sin fondo con el único objetivo de poder ganarle un agujero al cinturón, en un gesto de puro altruismo. Sólo quien lo probó lo sabe.
Tener barriga en esta época de lo fit es, en realidad, un verdadero símbolo de rebeldía. Un acto de resistencia y personalidad. Y no hablo de esos que ahora llaman fofisanos, que son un quiero y no puedo de ambos extremos. Los tripudos somos, con bastante frecuencia, observados con un cierto recelo por parte del resto de la sociedad. No son pocos los que carecen de la capacidad de apreciar lo complicado de la empresa. Los abdominales, en el fondo, los traemos de serie. Con abdominales se nace, la tripa se hace. Hay que cultivarla con mimo y con esmero, con la misma delicadeza con la que se riega una orquídea. Existe un profundo mérito en ser capaz de no ceder a la presión social, pues, especialmente hoy en día, poseer una cierta circunferencia abdominal parece ser un pecado que escapa incluso los confines de la propia gula. Todos los que están en contra lo hacen, claro, sin reparar en que una barriga no sólo es una inversión a largo plazo, sino que no es algo que se pueda uno quitar de la noche a la mañana; quién querría, además. Intentar adelgazar es, en realidad, traicionar su redondez.
Otro aspecto que a menudo se suele dejar de lado es el económico: para tener una barriga con pedigrí es necesario tener dinero. No es lo mismo alimentarla a base de menús degustación y maridajes a juego que pulir su contorno a golpe de donuts fondant. Lo primero podría decirse que es lo más parecido al arte y que por ello no está al alcance de cualquiera. Requiere una sensibilidad especial. Un saber coger el tenedor de una manera determinada. Lo segundo es un pecadillo que podría cometer cualquier principiante con ansia de éxito precoz. Hay barrigas del Barça, en las que la forma de llegar a ellas importa. Y las hay del Madrid, en las que lo importante es simplemente conseguirlas. En cualquier caso, sea cual sea el método, lo importante es que es el producto de años de tesón y de constancia; si te despistas un día y no comes suficiente su esfericidad se resiente.
Hay quien ve en echar tripa un impulso de dejadez, una rendición. La constatación de un imposible. Y lo cierto es que tener una barriga bien trabajada es un acto de amor, una declaración de principios, sobre todo ahora que parece que estamos obligados a alquilar una taquilla en el vestuario del gimnasio. Conservar la barriga por elección no sólo es una afirmación de carácter. Es, además, un deber de los gordos.
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