13 mar 2022

Lo que sigue al final. O no.

Un problema que a menudo le achaco al cine o a los libros es que son limitados. Que cuando se acaban se acaban y hasta aquí hemos llegado. Da igual que te hayan encandilado la historia, el personaje o la música de fondo. El “The End” es el “The End”, amigo. Fundido a negro, página de imprenta (o lo que toque) y de repente ya no existe más historia que la contenida en esas páginas, ni más planos que los que conforman el montaje. De pronto hay un vacío, una curiosidad no satisfecha que ahí se queda por los siglos de los siglos, esperando una continuación que en la mayor parte de los casos jamás llega. Entonces, o el autor se enrolla y desarrolla, o aparece el Avellaneda de turno y se marca un apócrifo, o te quedas con las ganas; que por desgracia suele ser lo más habitual.

Una de las dudas que me ha acompañado durante gran parte de mi vida tiene que ver con el final de Casablanca. Siempre me he preguntado si, después de ver cómo despegaba aquel avión con destino a Lisboa, Rick nunca se arrepintió de haber dejado ir a Ilsa con Laszlo. Si pasados los años no recalaría mentalmente en ella una tarde cualquiera y se preguntaría cómo le habría ido la vida en América tras la guerra. Si recordaría cada noche aquellos días que pasaron juntos en París, brindando mientras entrecruzaban sus miradas al ritmo de ese “Here’s looking at you, kid”. ¿Le atormentaría, a veces, el recuerdo del tintineo de las copas de champán? Y lo mismo, pero al revés. ¿Pensaría Ilsa en Rick? Pasado el tiempo, ¿volvería al ya café de Ferrari en busca de aquel borracho melancólico que se ablandaba al escuchar las notas de ”As Time Goes By”? ¿Vería en los ojos de Víctor el reflejo de lo que alguna vez pudo haber sido y ya nunca jamás fue? Supongo que ni siquiera los guionistas y el director habrían sabido responder estas preguntas en su momento. 

En el plano literario me pasa igual. Cuento por decenas los libros cuyos personajes dejaron algo en mí y se marcharon para siempre sin dejar rastro, sin una tarjeta de visita ni un número al que llamar para resolver qué fue de ellos. Historias interrumpidas por el puño y letra de su autor, que decidió que aquel era un buen momento para girar el foco de la cámara a otro lado y dejar de contar vidas como las de los Belitre, por ejemplo, de los cuales nunca volví a saber nada. O como la de aquel idiota que contaba su historia en el librito de Azúa, que buscaba de manera incesante la felicidad y acabó —este sí— convirtiéndose en un hombre humillado, ya en un segundo volumen.

Más o menos limitados, los libros y el cine suelen, con frecuencia, dejarnos con un buen puñado de interrogantes. Preguntas sin resolver que forman parte de la esencia del arte y que nos otorga valor como espectadores, pues nos habilita como intérpretes, casi pitonisos de la suerte narrativa. Así, lo importante, al acabar de leer un libro o ver una película no es tanto lo que sucede a los personajes, sino que cuando pasemos la última página o veamos el fundido a negro final, pensemos: “Ni yéndose con la chica a Lisboa habría sido mejor la historia”.


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