13 feb 2022

Larra 213 años después.

“en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza.”

(Vuelva usted mañana, Mariano José de Larra)


Cuando en el año 1833 Mariano José de Larra escribió estas líneas, nada hacía presagiar al lector que cuatro años más tarde acabaría venciendo esa pereza y apretando el gatillo de su pistola. Su temprana e inesperada muerte —sobre la que se ha conjeturado y mucho— unida a su preclara visión de España, le alzaron con el tiempo al Olimpo de las letras patrias. Sin embargo, esto no siempre fue así, pues a la triste noticia de su deceso le siguió un profundo silencio en la prensa (y en parte de la sociedad) española, que tardaría años en reconocerle como la figura que fue. Ya fuera por el desamor que le produjo la definitiva ruptura con Dolores Armijo, o porque como dijo Antonio Machado en boca de Juan de Mairena, “se mató porque no pudo encontrar la España que buscaba, y cuando hubo perdido toda la esperanza de encontrarla”, lo cierto es con su suicidio se convirtió en uno de los miembros fundadores del club de los veintisiete.

La falta de cobertura mediática de su deceso contrastó, no obstante, con la extraordinaria admiración póstuma que mostraron otros escritores de la época. Fueron estos, y no otros, los que costearon el sepelio de Fígaro, tal y como relata Ramón de Mesonero Romanos en sus Memorias de un setentón, donde cuenta, literalmente, que Manuel Delgado “y otros amigos se habían encargado de tributarle los fúnebres honores, para lo cual allegaban en el acto por suscrición los fondos necesarios”. Su entierro fue, de hecho, un lugar de reunión para los grandes literatos de la época, que conocieron en ese momento a un joven poeta llamado al éxito: José Zorrilla, el cual recitó unos versos al borde de la tumba que más tarde le alzarían a la fama. Un testigo indirecto, José Velarde, describió este momento con una lucidez tremenda en el prólogo de Recuerdos del tiempo viejo, del propio Zorrilla, al señalar que: “Aquella tarde fría y nebulosa fue solemne; vio la conjunción de dos crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al hundirse otro sol en el ocaso”. Así, tras ser velado en la cripta de la parroquia de Santiago la tarde del 14 de febrero, al día siguiente recibió sepultura en el cementerio de Fuencarral.

Algo que no mucha gente sabe sobre Larra es que aquel camposanto, sin embargo, sería el primero de los tres donde descansaría su cuerpo. En el año 1843 fue traslado al cementerio de San Nicolás, junto a José de Espronceda (fallecido en 1842), donde sus restos mortales estuvieron hasta el año 1902. Fue a principios del siglo XX, con ocasión de la mayoría de edad del Rey Alfonso XIII, que su cuerpo fue exhumado junto con el del propio Esprocenda y el del pintor Eduardo Rosales. Varios periodistas de la época asistieron al momento de apertura de los féretros. En una crónica publicada por El Liberal el 25 de mayo de 1902, José Nogalos apuntó cómo “De un martillazo saltó la herrumbrosa cerradura y, besados por el piadoso sol que alegraba el mundo contemplé, confundidos con un haz lúgubre, los restos del gran satírico, del más poderoso talento social de nuestra época”. El reverencial respeto que destilan estas líneas no es algo excepcional, pues fueron varios los medios que trataron el asunto con una similar sensibilidad. Larra seguía siendo Larra, pero algo había cambiado en España. 

Antes de descansar de manera permanente en el cementerio de San Justo, los restos de Larra —junto con los de Espronceda y Rosales— fueron expuestos, dentro de un arcón, en el ahora Museo del Prado. El Imparcial, en su edición de 26 mayo, narró de manera detallada el boato con el que se sucedieron los diferentes actos: “Desde antes de las diez había un inmenso gentío frente a la entrada principal del Museo de Pinturas. Allí, en el solemne atrio, detrás de la severa columnata, hallábanse los tres suntuosos arcones de roble con parámetros de acero […] Cubríanlos paños de terciopelo rojo y la bandera nacional”. Dice El Liberal de ese mismo día, que “sobre la caja mortuoria de Larra veíanse magníficas coronas ofrecidas por sus nietos”. Tras ello, los tres féretros fueron traslados al Panteón de Hombres Ilustres del XIX que ellos mismos inauguraron. Y es allí donde descansa Larra a día de hoy.

En el año 1909, con ocasión del centenario de su nacimiento, el Ayuntamiento de Madrid inauguró una placa en la que podía leerse: “En esta casa vivió y murió D. Mariano José de Larra. Fígaro”. Junto a este, se siguieron diversos homenajes como una velada en el Ateneo de Madrid. En una columna titulada “Los coevos de Fígaro” y publicada por El Imparcial el 24 de marzo, Mariano de Cavia se quejaba amargamente de la falta de reconocimiento a nivel europeo de la figura de Larra. Acaba sus líneas diciendo “No por eso es menor el puesto que le coloca nuestro culto: pero ¡qué lástima hermanos y cofrades, qué espantosa lástima de Mesías español!” Y no le faltaba razón, pues tras su muerte, lejos de ser reconocido como la mente brillante que fue, sólo hubo silencio. Un eco en la nada que reverberó durante 65 años. El tiempo que tardamos en darnos cuenta de que, efectivamente, era un verdadero hombre ilustre del XIX.


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