Lo de siempre. No como inexacta
medida temporal. Ni como una historia repetida. Ni siquiera como algo que
perdura con carácter indefinido sin saber muy bien por qué.
Lo de siempre como frase
predeterminada, como reflejo de una fidelidad desinteresada. Como gesto de
complicidad a una persona que te entiende, que no necesita más que una mirada
para saber lo que le dices.
Lo de siempre como forma de
perseverar en una idea aunque te duela, de conseguir permanecer en el retén de
la memoria de los otros, de perdurar en el intento de no desfallecer ante la
duda que asalta ante algunos espejos vengativos.
Lo de siempre como resumen de un
estilo definido, como extracto vital. Como ausencia de renuncia a los propios
ideales, incluso cuando el barco se hunda y no quede en él ni el capitán. Como
forma de enfrentarte a los problemas.
Lo de siempre como estigma, como
restos de un naufragio inevitable. Como símbolo imborrable de permanencia en un
estado mental determinado. Como declaración de principios, y como remedio
contra finales tristemente anticipados.
Lo de siempre no es más que
lo de ayer, visto un día -o un año- después.
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