La hoguera de las obviedades es
esa pira en cuyo fuego, algún día arderán lentamente, no sólo todos esos
comentarios que se hacen al albor de algo de sobra conocido por quienes rodean
al contertulio, sino también todas esas consecuencias lógicas que cualquiera
con medio dedo de frente sería capaz de deducir sin necesidad siquiera de emitir
un pestañeo. Es el lugar en el que los convencionalismos, las frases hechas, y
la corrección política, se verán reducidos a cenizas, carbonizados por la
implacable acción del fuego, como si éste ejerciese una especie de guardia contra la estupidez diaria –contra la obviedad
constantemente reafirmada- que nos rodea.
Tras dicha hoguera, y salvo que
alguien diga lo contrario, se obrará como un milagro el renacer de los mismos
tópicos que han sido devorados por las llamas. Las cenizas se compactarán de
forma aleatoria y voluntaria, y contribuirán a crear de nuevo muletillas que
añadir al final de cada frase, comentarios sin gracia alguna que, a algunos,
les salen de corrido al escuchar determinadas palabras, como si del pie en una
obra de teatro se tratara. Volverán a resurgir todas esas aseveraciones
cargadas de retórica, pero vacías de contenido a oídos de un público cada vez
menos consciente de lo digno, pero más exigente.
Al extinguirse el último rescoldo
de ese fuego, volarán en forma de pavesa sin rumbo, todas las palabras que no
han sido pasto de las llamas; todas ésas que escapan de lo obvio y de lo
convencional, ya sea por complicadas o por desconocidas. Entonces, cuando ya no
quede aire que las ayude en su vuelo, se posarán en algún sitio en el que no
tengan cabida los tópicos, las frases hechas, ni los convencionalismos. Donde
la corrección política no rezume un olor a hipocresía, y las obviedades se
castiguen condenando al silencio a quien las firme. Donde las palabras
contribuyan a crear, y no sólo a convencer, a las personas.
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