Aunque nunca he acostumbrado a pensar demasiado en el futuro
-quizás acaso porque lo veía demasiado lejano-, reconozco que últimamente es
raro el día en el que no me pregunto qué pasará si después de toda esta
polvareda burocrática de las solicitudes, finalmente no sucede nada. Qué
ocurrirá si, tras toda la ilusión que he puesto en tratar de mejorar, ninguna
de las universidades que he elegido, me considera si quiera opción. Si no soy
suficientemente bueno para hacer aquello que (¡por fin!) realmente me gusta.
La incertidumbre, así como mi aversión hacia ella, va
creciendo cada día que transcurre sin noticias. Y yo, que soy un tipo paciente
por naturaleza, paradójicamente empiezo poco a poco a desesperar mientras
espero al lado del teléfono como una quinceañera en los 80 la llamada del más
guapo de la clase, un email que nunca llega, o un sobre en el buzón con una
carta que diga enhorabuena. Un día, y otro, y otro también, despertándome y
preguntándome a mí mismo: “¿será hoy?”; total para acostarme diciendo: “pues
hoy tampoco era”.
“¿Me habré equivocado? ¿Habré apuntado demasiado alto? ¿Me
tendré a mí mismo en demasiada estima?”, son preguntas recurrentes que resuenan
como un eco de cuando en cuando en mi cabeza. Como si después de todo alguien
me estuviera robando en silencio esa confianza que desde hace tiempo tenía en
mí mismo, como si alguien estuviese diciéndome de forma tácita que esta vez no
merezco lo que quiero, que soy indigno del futuro que había soñado.
Y al final, todo esto para llegar siempre a la misma
conclusión: “si has hecho todo lo que has podido, ¿de qué te quejas? Y si no
has hecho todo lo que has podido, ¿de qué te quejas?”. Pues eso.
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