Una de las cosas más aterradoras de estos últimos tiempos es
el hecho de que existe, de forma generalizada, una tendencia a la
mercantilización total de la vida: el único criterio válido de selección de
algo es si resulta o no económicamente rentable. Esta idea, que lógicamente cobra
sentido cuando se trata de una empresa, no resulta, sin embargo, extrapolable
por completo a otros ámbitos vitales. Es decir, no sólo no es cierto que todo
aquello que ofrezca una rentabilidad monetaria es automáticamente deseable, sino
que, a veces aparecen cosas que, a pesar de no dejar pingües beneficios
económicos, son muy necesarias.
Así pues, existe alguna posibilidad, no sé si entre un
millón, de que la civilización que conocemos haya llegado hasta aquí no sólo
gracias al descubrimiento de la penicilina, a la invención de la máquina de
vapor, o a la ausencia de las redes sociales (que acabarán por exterminar la
raza). De hecho, aunque desconozco el impacto de su responsabilidad, es bastante
probable que todos esos grandes mitos de la evolución hayan tenido una mayor
repercusión en la humanidad que la que han tenido los logros conseguidos por
otras disciplinas menos aplicables a la mejora de la calidad de vida de las
personas.
Sin embargo, la historia de dichos avance no puede
desligarse del surgimiento y desarrollo de las humanidades. Es cierto que James
Watt inventó la máquina de vapor en 1769 y que ésta contribuyó notablemente a
generar la primera revolución industrial, pero también lo es el hecho de que
casi al mismo tiempo había un tipo llamado Jean-Jacques Rousseau que estaba
escribiendo El Contrato social. O que veinte años más tarde en Francia hubo unos
tipos que desataron otra importante revolución que no nació precisamente del
vapor, sino que surgió de las ideas, del pensamiento. La sociedad como la
conocemos, por mucho que algún iluminado se niegue a verlo, no sólo es fruto de
los avances tecnológicos, sino también de la evolución de las humanidades.
¿Por qué entonces denostarlas, olvidarlas, y mandarlas al
cajón del ostracismo?
La respuesta es sencilla: las humanidades dan miedo. Aterran
porque enseñan a pensar por uno mismo, y el pensamiento muchas veces es
peligroso para quienes ejercen el poder; asustan a quienes lo ostentan porque
dan la capacidad de dudar a aquellos que se lo otorgan. Contribuyen a la
gestación de la capacidad de razonamiento y dotan de las herramientas
necesarias para el desarrollo de un espíritu crítico necesario. Se
retroalimentan fomentando la aparición de inquietudes intelectuales que ayudan
a expansión de los campos que las integran. Modulan, además, equilibrando la
manera en que se implementan los avances conseguidos por otras disciplinas. No
siempre juegan el partido, pero muchas veces ejercen de árbitro.
Negar, por tanto, la importancia de las humanidades, es
cerrar los ojos a la realidad, a la historia del desarrollo de la civilización
moderna. Crear una sociedad cuyos individuos no tengan acceso a las mismas,
contribuiría al devalúo no ya de la filosofía, la literatura, la historia o el
arte, sino que iría en detrimento de una creatividad necesaria para la
resolución de problemas en otros ámbitos que sí se mueven por criterios de
estricta rentabilidad económica. Prescindir de las humanidades sería un error
fatal que además de empobrecer a quienes las cultivamos y disfrutamos, a largo
plazo desequilibraría el necesario balance entre algunas de las demás disciplinas
de conocimiento.
En último término, relegar las humanidades al olvido no sólo
conllevaría su desaparición, sino, como su propio nombre indica, la nuestra.
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