24 ene 2017

Las humanidades son necesarias.

Una de las cosas más aterradoras de estos últimos tiempos es el hecho de que existe, de forma generalizada, una tendencia a la mercantilización total de la vida: el único criterio válido de selección de algo es si resulta o no económicamente rentable. Esta idea, que lógicamente cobra sentido cuando se trata de una empresa, no resulta, sin embargo, extrapolable por completo a otros ámbitos vitales. Es decir, no sólo no es cierto que todo aquello que ofrezca una rentabilidad monetaria es automáticamente deseable, sino que, a veces aparecen cosas que, a pesar de no dejar pingües beneficios económicos, son muy necesarias.

Así pues, existe alguna posibilidad, no sé si entre un millón, de que la civilización que conocemos haya llegado hasta aquí no sólo gracias al descubrimiento de la penicilina, a la invención de la máquina de vapor, o a la ausencia de las redes sociales (que acabarán por exterminar la raza). De hecho, aunque desconozco el impacto de su responsabilidad, es bastante probable que todos esos grandes mitos de la evolución hayan tenido una mayor repercusión en la humanidad que la que han tenido los logros conseguidos por otras disciplinas menos aplicables a la mejora de la calidad de vida de las personas.

Sin embargo, la historia de dichos avance no puede desligarse del surgimiento y desarrollo de las humanidades. Es cierto que James Watt inventó la máquina de vapor en 1769 y que ésta contribuyó notablemente a generar la primera revolución industrial, pero también lo es el hecho de que casi al mismo tiempo había un tipo llamado Jean-Jacques Rousseau que estaba escribiendo El Contrato social. O que veinte años más tarde en Francia hubo unos tipos que desataron otra importante revolución que no nació precisamente del vapor, sino que surgió de las ideas, del pensamiento. La sociedad como la conocemos, por mucho que algún iluminado se niegue a verlo, no sólo es fruto de los avances tecnológicos, sino también de la evolución de las humanidades.

¿Por qué entonces denostarlas, olvidarlas, y mandarlas al cajón del ostracismo?

La respuesta es sencilla: las humanidades dan miedo. Aterran porque enseñan a pensar por uno mismo, y el pensamiento muchas veces es peligroso para quienes ejercen el poder; asustan a quienes lo ostentan porque dan la capacidad de dudar a aquellos que se lo otorgan. Contribuyen a la gestación de la capacidad de razonamiento y dotan de las herramientas necesarias para el desarrollo de un espíritu crítico necesario. Se retroalimentan fomentando la aparición de inquietudes intelectuales que ayudan a expansión de los campos que las integran. Modulan, además, equilibrando la manera en que se implementan los avances conseguidos por otras disciplinas. No siempre juegan el partido, pero muchas veces ejercen de árbitro.

Negar, por tanto, la importancia de las humanidades, es cerrar los ojos a la realidad, a la historia del desarrollo de la civilización moderna. Crear una sociedad cuyos individuos no tengan acceso a las mismas, contribuiría al devalúo no ya de la filosofía, la literatura, la historia o el arte, sino que iría en detrimento de una creatividad necesaria para la resolución de problemas en otros ámbitos que sí se mueven por criterios de estricta rentabilidad económica. Prescindir de las humanidades sería un error fatal que además de empobrecer a quienes las cultivamos y disfrutamos, a largo plazo desequilibraría el necesario balance entre algunas de las demás disciplinas de conocimiento.


En último término, relegar las humanidades al olvido no sólo conllevaría su desaparición, sino, como su propio nombre indica, la nuestra.  

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