30 ene 2016

Un año después.



Aquel fue el último verano que pasamos en el norte. Yo como mucho tendría tres o cuatro años. Apenas recuerdo nada de esas vacaciones, excepto lo que he podido ir deduciendo de los diferentes álbumes de fotos que mi madre ha ido atesorando con el paso de los años en la antigua estantería del salón. Son álbumes de lomos marrones, con anillas en el interior y páginas de cartón recubiertas con una lámina transparente que se superpone sobre las fotos para que éstas no se caigan. Algunas de esas páginas tienen anotaciones hechas por mi padre, que durante años se dedicó a escribir pies de foto como si estuviese escribiendo la crónica de las vacaciones para algún diario de tirada provincial. A medida que uno va pasando hojas puede oler la nostalgia que desprenden los recuerdos contenidos en ellas, y es que, en esos álbumes hay una gran parte de nuestras vidas contenida: fotos de mi madre con una camisa vaquera dándole el pecho a un niño con el pelo muy negro, o fotos de ese mismo niño en la playa de Samil con unas Wayfarer negras entre siete y quince tallas más grandes, o del mismo niño comiendo petitsuises con toda la cara manchada. Casi no hay, sin embargo, en esos almanaques de la memoria, fotos de mi hermano. Cuando él nació, mi padre decidió que en su caso sería mejor no tanto congelar el recuerdo, sino más bien dotar a éste de movimiento. Grabarle en vídeo, vamos. Recordarle en estéreo. 

¿A qué viene todo esto?, estará pensando quien esté leyendo…

Ayer fue 29 de enero. Y ayer hizo un año que el niño aquel que no apenas salía en los álbumes volvió a nacer. Ayer viernes se cumplió el primer aniversario de aquella vez, tan lejana ya, y tan cercana al mismo tiempo, en que a mi hermano se le desprendió una de las paredes de la arteria carótida causándole un trombo en el lado derecho del cerebro, y que le tuvo diez días postrado en una cama, tres o cuatro de los cuales sin saber si podría volver a caminar otra vez en su vida, si volvería a meterla para abajo a una mano jugando al baloncesto -iba a escribir machacarla, pero habría sido macabro, Pablo-, o si, en definitiva, la vida le iba a dar una segunda oportunidad de nacer. Ayer celebramos el cumpleaños de mi hermano, porque ayer cumplía un año desde que, sin saber muy bien por qué, el árbitro había pitado lucha y le había enviado al salto para que lo ganase. Un ictus con 22 años. 

Hoy es día 30. Hace un año que me desperté con el teléfono lleno de mensajes en los que todo el mundo decía muchas cosas, pero nadie me contaba exactamente qué había pasado. Una foto de mi hermano enviada por él mismo desde la UCI del Hospital Puerta de Hierro, intubado, diciéndome que no me preocupara, que no iban a poder con él. Mensajes de mi madre diciéndome que hacía mucho que no hablábamos, que quizás era un buen día para hacer un Facetime. Amigos preguntándome cómo estaba mi hermano, y yo sin saber qué responderles porque aún no era consciente de que estuviese mal. Mi mundo se derrumbaba, y yo no podía sostenerlo porque estaba a más de siete mil kilómetros del epicentro del terremoto que por poco derrumba nuestras vidas. Hoy se cumple un año de aquel escalofrío, y no ha habido un solo día en que no haya tenido miedo al mirar el teléfono al despertar.

Decía Adolfo Suárez Illana al hablar de la enfermedad de su padre algo así como que, en la enfermedad todavía a veces se viven momentos bonitos. Y es cierto. Los hubo. Desde el primer momento en el que aparecí en el aeropuerto y me esperaba alguien más que mis padres, hasta el momento -emocionante- en el que, por primera vez desde que a mi padre le dijeron la noche del 29 que mi hermano, de ahí en adelante simplemente iba a poder deambular -que no andar-, se levantó de la cama y volvió a caminar por sí mismo. Aunque, no hubo nada como comprobar el excelente sentido del humor que incluso en una situación como aquella, tiene Pablo, que fue quien durante muchos días estuvo animando a todos los que le rodeaban en el hospital. 

Ya ha pasado un año. Y aunque a mi madre no le ha dado por hacer más álbumes de fotos, ni a mi padre escribir los comentarios ingeniosos que yacían bajo las mismas habitualmente; hemos tenido tiempo suficiente para, poco a poco, ir borrando de la memoria aquellos días de enero y de febrero de 2015. Es posible que desde entonces no hayamos hecho muchas fotos, pero a buen seguro tenemos una gran colección de recuerdos en este último año, aunque no estén en ninguno de esos álbumes de tapas marrones. Tengo, sin embargo, la certeza absoluta de que hemos aprendido a relativizar, a dar importancia a las cosas en su justa medida, y a valorar cada día que pasamos juntos como un regalo. Porque desde hace un año ya, cada día que pasa, realmente lo es.

3 comentarios:

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  2. Muchas gracias. Qué bueno saber de ti, Jèssica. Espero que todo vaya bien por Barcelona. Yo estaré en Madrid unos días la próxima semana. Un abrazo.

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