Aquel fue el último verano que pasamos en el norte. Yo como
mucho tendría tres o cuatro años. Apenas recuerdo nada de esas vacaciones,
excepto lo que he podido ir deduciendo de los diferentes álbumes de fotos que
mi madre ha ido atesorando con el paso de los años en la antigua estantería del
salón. Son álbumes de lomos marrones, con anillas en el interior y páginas de
cartón recubiertas con una lámina transparente que se superpone sobre las fotos
para que éstas no se caigan. Algunas de esas páginas tienen anotaciones hechas
por mi padre, que durante años se dedicó a escribir pies de foto como si
estuviese escribiendo la crónica de las vacaciones para algún diario de tirada
provincial. A medida que uno va pasando hojas puede oler la nostalgia que
desprenden los recuerdos contenidos en ellas, y es que, en esos álbumes hay una
gran parte de nuestras vidas contenida: fotos de mi madre con una camisa
vaquera dándole el pecho a un niño con el pelo muy negro, o fotos de ese mismo
niño en la playa de Samil con unas Wayfarer negras entre siete y quince tallas
más grandes, o del mismo niño comiendo petitsuises con toda la cara manchada.
Casi no hay, sin embargo, en esos almanaques de la memoria, fotos de mi
hermano. Cuando él nació, mi padre decidió que en su caso sería mejor no tanto
congelar el recuerdo, sino más bien dotar a éste de movimiento. Grabarle en
vídeo, vamos. Recordarle en estéreo.
¿A qué viene todo esto?, estará pensando quien esté leyendo…
Ayer fue 29 de enero. Y ayer hizo un año que el niño aquel
que no apenas salía en los álbumes volvió a nacer. Ayer viernes se cumplió el
primer aniversario de aquella vez, tan lejana ya, y tan cercana al mismo
tiempo, en que a mi hermano se le desprendió una de las paredes de la arteria carótida causándole un trombo en el lado derecho del cerebro, y que le tuvo diez
días postrado en una cama, tres o cuatro de los cuales sin saber si podría
volver a caminar otra vez en su vida, si volvería a meterla para abajo a una
mano jugando al baloncesto -iba a escribir machacarla, pero habría sido
macabro, Pablo-, o si, en definitiva, la vida le iba a dar una segunda
oportunidad de nacer. Ayer celebramos el cumpleaños de mi hermano, porque ayer
cumplía un año desde que, sin saber muy bien por qué, el árbitro había pitado
lucha y le había enviado al salto para que lo ganase. Un ictus con 22 años.
Hoy es día 30. Hace un año que me desperté con el teléfono
lleno de mensajes en los que todo el mundo decía muchas cosas, pero nadie me
contaba exactamente qué había pasado. Una foto de mi hermano enviada por él
mismo desde la UCI del Hospital Puerta de Hierro, intubado, diciéndome que no
me preocupara, que no iban a poder con él. Mensajes de mi madre diciéndome que
hacía mucho que no hablábamos, que quizás era un buen día para hacer un
Facetime. Amigos preguntándome cómo estaba mi hermano, y yo sin saber qué responderles
porque aún no era consciente de que estuviese mal. Mi mundo se derrumbaba, y yo
no podía sostenerlo porque estaba a más de siete mil kilómetros del epicentro
del terremoto que por poco derrumba nuestras vidas. Hoy se cumple un año de aquel
escalofrío, y no ha habido un solo día en que no haya tenido miedo al mirar el
teléfono al despertar.
Decía Adolfo Suárez Illana al hablar de la enfermedad de su
padre algo así como que, en la enfermedad todavía a veces se viven momentos
bonitos. Y es cierto. Los hubo. Desde el primer momento en el que aparecí en el
aeropuerto y me esperaba alguien más que mis padres, hasta el momento
-emocionante- en el que, por primera vez desde que a mi padre le dijeron la
noche del 29 que mi hermano, de ahí en adelante simplemente iba a poder
deambular -que no andar-, se levantó de la cama y volvió a caminar por sí
mismo. Aunque, no hubo nada como comprobar el excelente sentido del humor que
incluso en una situación como aquella, tiene Pablo, que fue quien durante
muchos días estuvo animando a todos los que le rodeaban en el hospital.
Ya ha pasado un año. Y aunque a mi madre no le ha dado por
hacer más álbumes de fotos, ni a mi padre escribir los comentarios ingeniosos
que yacían bajo las mismas habitualmente; hemos tenido tiempo suficiente para,
poco a poco, ir borrando de la memoria aquellos días de enero y de febrero de
2015. Es posible que desde entonces no hayamos hecho muchas fotos, pero a buen
seguro tenemos una gran colección de recuerdos en este último año, aunque no
estén en ninguno de esos álbumes de tapas marrones. Tengo, sin embargo, la
certeza absoluta de que hemos aprendido a relativizar, a dar importancia a las
cosas en su justa medida, y a valorar cada día que pasamos juntos como un
regalo. Porque desde hace un año ya, cada día que pasa, realmente lo es.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuchas gracias. Qué bueno saber de ti, Jèssica. Espero que todo vaya bien por Barcelona. Yo estaré en Madrid unos días la próxima semana. Un abrazo.
ResponderEliminartutto benne, crack.
Eliminarabrazo.