Hay días que hace frío, que es domingo y es enero, y estás
lejos de tu cama. Días de esos que anochece más bien pronto, como si el día fuese
tímido y hubiera amanecido casi pidiendo perdón por existir, implorando vagamente
por no extinguirse a eso de las cuatro de la tarde, que es la hora a la que
García Márquez bajaba las persianas de su casa en Barcelona, “porque es
demasiado temprano para tomar whiskey, que a mí me gusta comenzar a tomar
cuando ya está oscuro”.
Hay días en los que se echa de menos hasta el huso horario.
Días en los que hasta el olor a fritanga de algunos bares de Madrid te parece
casa, en los que se añora la picaresca, el oso y el madroño, las putas de
Montera, y hasta madrugar para apearte del vagón en Gregorio Marañón. Momentos
en los que hasta la Mahou te parece una cerveza apasionante, y qué demonios,
hasta te beberías un gintónic en vaso de tubo -siempre que la tónica no sea
Nordic Mist, claro- con tal de sentirte un poco más cerca del Paseo marítimo de
la Castellana, que diría Andrés Montes.
Existen días, ya digo, en los que lo único que apetece es
recorrer de arriba abajo la ciudad, aunque haga frío y lo hagas sin salir de
de la cama y sin quitarte el pijama en todo el día; rendido al
respaldo del sofá, arañándole las horas al domingo, y colgándote de la manilla
pequeñita del reloj, tratándola de hacer retroceder. Hay días de esos en los que se
duerme uno con la esperanza de que la próxima vez que abra los ojos lo haga dejando
el Atlántico a la izquierda. Días en los que apetece despertarse al otro lado.
Y luego existen otro tipo de días en los que lo último que
importa es el dónde, el cuándo y el por qué. Días de esos en los que lo único
importante es el contigo.
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