23 ene 2016

Lo único importante.


Hay días que hace frío, que es domingo y es enero, y estás lejos de tu cama. Días de esos que anochece más bien pronto, como si el día fuese tímido y hubiera amanecido casi pidiendo perdón por existir, implorando vagamente por no extinguirse a eso de las cuatro de la tarde, que es la hora a la que García Márquez bajaba las persianas de su casa en Barcelona, “porque es demasiado temprano para tomar whiskey, que a mí me gusta comenzar a tomar cuando ya está oscuro”. 

Hay días en los que se echa de menos hasta el huso horario. Días en los que hasta el olor a fritanga de algunos bares de Madrid te parece casa, en los que se añora la picaresca, el oso y el madroño, las putas de Montera, y hasta madrugar para apearte del vagón en Gregorio Marañón. Momentos en los que hasta la Mahou te parece una cerveza apasionante, y qué demonios, hasta te beberías un gintónic en vaso de tubo -siempre que la tónica no sea Nordic Mist, claro- con tal de sentirte un poco más cerca del Paseo marítimo de la Castellana, que diría Andrés Montes. 

Existen días, ya digo, en los que lo único que apetece es recorrer de arriba abajo la ciudad, aunque haga frío y lo hagas sin salir de de la cama y sin quitarte el pijama en todo el día; rendido al respaldo del sofá, arañándole las horas al domingo, y colgándote de la manilla pequeñita del reloj, tratándola de hacer retroceder. Hay días de esos en los que se duerme uno con la esperanza de que la próxima vez que abra los ojos lo haga dejando el Atlántico a la izquierda. Días en los que apetece despertarse al otro lado.

Y luego existen otro tipo de días en los que lo último que importa es el dónde, el cuándo y el por qué. Días de esos en los que lo único importante es el contigo.

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