Echo de menos la precisión de las
palabras. El saber lo que implican las preguntas cuando salen de unos labios
objeto de deseo. Poder dar respuestas elocuentes y arrancar sonrisas a personas
ingeniosas. Que me entiendan cuando pinto diferencias a través de un lenguaje que
conozco suficientemente bien, como para poder jugar con él. Echo de más la
incertidumbre de no saber si aquello que digo con buena intención, se
malinterpretará porque no lo diga bien. Que a veces pasa. Y aburre.
Echo de menos lo oportuno de un
silencio –aunque no siempre sea cómodo- cuando me veo acorralado por un
significado que no alcanza en mi cabeza, al significante de quien lo significa
con su voz. Un diccionario mental y automático que traduzca las palabras que escapan de mi repertorio. Echo de más el tambaleo que me asalta cuando no soy
capaz de transformar un pensamiento en esa frase que de sobra sé funcionaria si
me cambiaran el idioma del interlocutor.
Echo de menos vivir un poco más
de madrugada. El sabor a derrota del día de después de la victoria, que
generalmente suele coincidir con el fin del tintineo de los hielos en el fondo
de una copa vacía de balón. Aquellas mañanas en las que hasta tu propia cama te
resulta un lugar ajeno, propio de la intoxicación. Echo de más, sin embargo, la
dulce sensación del amargor de quedarse con la miel en los labios.
Echo de menos poder perder la
compostura un poco más. Vivir la vida en verso, y encontrarle al mal tiempo
buena cara. Hacer de todo esto poesía.
Crear, que no leer, literatura.
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