Los últimos días del verano son nostalgia en vena. Son como
una cinta de súper 8 que pasa por delante de tus ojos con los mejores momentos
de los últimos tres meses. Como el último trago de la penúltima copa de la
mejor noche (la última siempre en casa); una sensación contradictoria: la que
produce el hecho de que algo bueno haya sucedido pero tenga que acabar.
El último reducto de esos días no es más que una sucesión
continuada de recuerdos. En el mejor de los casos, de lo que fue. En el peor,
de lo que pudo ser y no fue. En otras circunstancias, de lo que ha sido pero ya
no es. De lo que fue, pero ya no será. De lo que queríamos que fueran en un principio
y de lo que finalmente han terminado siendo.
El final del verano supone volver. Al colegio. A la
universidad. Al trabajo. A las obligaciones improrrogables. Al antiojeras. Al
café con la leche caliente en detrimento del solo con hielo. A preocuparte por
la previsión meteorológica. Al paraguas y la gabardina. Al nudo de la corbata mal hecho a las siete de
la mañana para llegar al despacho a las nueve. Al madrugón inderogable y a la
soledad nocturna del autobús de vuelta a casa.
Los últimos días del verano significan el final de una
etapa, el paso de un año más. Significan que hay gente que venía y ya no está; o
el regreso de aquellos que se fueron (incluso de los que juraron que se iban para
no volver). Suponen el final de las “ginebritas night” y de las noches de
tragos coquetos en el bar de la esquina de la plaza. El fin de las terrazas y
el comienzo de la rutina. La maldita rutina.
El principio de septiembre supone empezar a perder de vista
esas piernas bronceadas de mujer bajo una falda de vida alegre. El cambio de
armario, con el correspondiente destierro de esos vestidos que dejan algo a la
imaginación. El entierro de la esperanza de ver a esa chica, que ya regresa a
su casa, con tu camisa puesta dándote los buenos días al otro lado de la
almohada.
Más bien taciturnos, estos últimos días estivales tienen un
color rojizo. De atardecer que no termina de empezar. Un tinte melancólico,
como el sonido de una armónica en el muelle de cualquier puerto costero en una
noche de domingo, sin luna llena, mientras ves la vida pasar y los barcos
atracar (o zarpar, según si vienen, van, o se quedan).
Los últimos días del verano no son más que nostalgia. Y la
nostalgia no es más que la constatación de que algo bueno te ha ocurrido, la cicatriz
que queda después de vivir una experiencia memorable. La sensación que queda
cuando, como en esta época ocurre, pasan los últimos días del verano.
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