2 sept 2013

Los últimos días del verano.



Los últimos días del verano son nostalgia en vena. Son como una cinta de súper 8 que pasa por delante de tus ojos con los mejores momentos de los últimos tres meses. Como el último trago de la penúltima copa de la mejor noche (la última siempre en casa); una sensación contradictoria: la que produce el hecho de que algo bueno haya sucedido pero tenga que acabar.

El último reducto de esos días no es más que una sucesión continuada de recuerdos. En el mejor de los casos, de lo que fue. En el peor, de lo que pudo ser y no fue. En otras circunstancias, de lo que ha sido pero ya no es. De lo que fue, pero ya no será. De lo que queríamos que fueran en un principio y de lo que finalmente han terminado siendo.

El final del verano supone volver. Al colegio. A la universidad. Al trabajo. A las obligaciones improrrogables. Al antiojeras. Al café con la leche caliente en detrimento del solo con hielo. A preocuparte por la previsión meteorológica. Al paraguas y la gabardina.  Al nudo de la corbata mal hecho a las siete de la mañana para llegar al despacho a las nueve. Al madrugón inderogable y a la soledad nocturna del autobús de vuelta a casa.

Los últimos días del verano significan el final de una etapa, el paso de un año más. Significan que hay gente que venía y ya no está; o el regreso de aquellos que se fueron (incluso de los que juraron que se iban para no volver). Suponen el final de las “ginebritas night” y de las noches de tragos coquetos en el bar de la esquina de la plaza. El fin de las terrazas y el comienzo de la rutina. La maldita rutina.

El principio de septiembre supone empezar a perder de vista esas piernas bronceadas de mujer bajo una falda de vida alegre. El cambio de armario, con el correspondiente destierro de esos vestidos que dejan algo a la imaginación. El entierro de la esperanza de ver a esa chica, que ya regresa a su casa, con tu camisa puesta dándote los buenos días al otro lado de la almohada.

Más bien taciturnos, estos últimos días estivales tienen un color rojizo. De atardecer que no termina de empezar. Un tinte melancólico, como el sonido de una armónica en el muelle de cualquier puerto costero en una noche de domingo, sin luna llena, mientras ves la vida pasar y los barcos atracar (o zarpar, según si vienen, van, o se quedan).

Los últimos días del verano no son más que nostalgia. Y la nostalgia no es más que la constatación de que algo bueno te ha ocurrido, la cicatriz que queda después de vivir una experiencia memorable. La sensación que queda cuando, como en esta época ocurre, pasan los últimos días del verano.

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