29 nov 2015

Quijote wine club.



Es domingo, pero no es un domingo cualquiera. Mañana será lunes, y dará comienzo la última semana en la que el Quijote Wine Club tendrá a sus tres miembros en la misma ciudad. Resulta que tras todo un semestre en el que no hemos perdonado ni un solo viernes, cuando regresemos –subjuntivo- aquí tras la Navidad, uno de nosotros habrá abandonado Tuscaloosa y se habrá embarcado en otro proyecto que le llevará, a buen seguro, a cambiar alguna que otra vida. Así es que, han sido tantas noches esperándome para salir mientras terminaba de escribir mi otro blog, que al final no he podido resistirme a inmortalizarle entre mis montonesdepapeles. 

Nos conocimos por casualidad, tanto que en realidad nos limitamos a coincidir. Él había llegado aquí después de dejar un trabajo en el que no era feliz, y yo tres cuartos de lo mismo. Cuando yo llegué aquí él ya estaba literalmente de vuelta, había venido, se había ido y había regresado, no sin antes hacer una larga parada en Granada. Allí, según él siempre defiende, fue mucho más feliz enseñando en un colegio y cobrando cuatro duros, que haciendo lo que hiciera que hiciese antes ganando mucho más. Del aquel sur se trajo a este sur un español más que decente, aunque nunca utilice el subjuntivo.

De su mano institucionalizamos las reuniones del Quijote Wine Club, cada miércoles después de hablar en clase del Quijote apócrifo veníamos a casa, abríamos una botella de Ribera o de Rioja, y nos comíamos una tortilla de patatas que con el tiempo hemos ido mejorando. Ha sido en esas noches, mientras tratábamos de decidir quién demonios es Avellaneda, que hemos pasado los mejores momentos que uno recuerda tratando de arreglar el mundo. Y son precisamente esas noches las que a partir de enero voy a empezar a echar de menos. A partir de ahora tendremos que encontrar otro medio para debatir acerca de la trivialidad de la importancia, y viceversa.
Es muy probable que a estas alturas él todavía no sea consciente de haber cambiado mi vida. Yo sí lo soy, claro. Porque conozco al antiguo y al nuevo yo. Y tengo que estarle agradecido por hacerme ver que efectivamente el dinero no lo es todo en la vida, incluso cuando no tienes un duro. El muy sinvergüenza me ha permitido comprobar de primera mano que efectivamente hay que “gather ye rosebuds while ye may”, porque cada viernes que pasa no vuelve. Me ha enseñado el poder de la persuasión, que cuantas más veces digas que hay que salir por la noche, más posibilidades hay de que tu interlocutor ceda y acabe acompañándote a tomar una cerveza a Loosa Brews. 

Es un tipo con muchas más preguntas que respuestas, que no ha dudado en hacer que su familia nos tuviera hasta en la sopa. Y una familia que, después de acogernos tantas veces, de alguna forma hemos acabado sintiendo como nuestra. Qué fácil ha sido sentirnos como en casa, y qué difícil expresar la gratitud que nos invade a estas alturas. Ojalá poder devolver algún día la moneda al otro lado del Atlántico. 

En fin, que como dijo Nick Saban, “this is not the end, this is just the beginning”. Que a partir de ahora tendremos que escoger otro lugar que no sea el salón del sexto apartamento de los Ives para hacer una tortilla y arreglar el mundo. Y que como decía el anuncio aquel de Estrella Damm, lo bueno nunca acaba si hay algo que te lo recuerda. Al fin y al cabo, aunque nunca vayamos a saber la respuesta, siempre nos quedará la famosa pregunta: Reid, ¿y Gustavo cómo tiene la chorra?

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