14 nov 2015

París: una bala al corazón.



Es noviembre en París. Es viernes por la noche. Llevas algún tiempo esperando para ir al concierto de ese grupo que te gusta. Ya hace días que compraste las entradas. Vas allí con intención de pasar un buen rato, sin molestar a nadie. Y resulta que jamás regresas a tu casa. No lo haces porque un loco ha decidido, de forma alevosa y premeditada, matar indiscriminadamente a todo lo que se le ponga por delante. Porque sí. Sin importarle si tienes o no algo en su contra, simplemente por pertenecer a un colectivo contra el que ha decidido librar una guerra en nombre de algún Dios que, si existe, estará profundamente avergonzado.

La vida, que en muchísimas ocasiones es algo completamente apasionante, a veces simplemente no tiene sentido. Es ridículo que de la noche a la mañana uno se apague por el simple hecho de que un pirado ha decidido extinguir la raza humana a base de balazos. Es ridículo y es injusto que una persona desaparezca porque sí, por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Por tomar la, a priori inocua, decisión de ir a un concierto, o a cenar a un restaurante en el que el azar y la locura desatarán la tragedia. Es un sinsentido que esa noche, que quizás estabas celebrando la vida, te topes de frente con la muerte. 

Ayer fue París. Antes fueron Nueva York, Madrid, Londres, y otras tantas que quizás por lejanas nunca nos causaron tanta sensación. Trabajar en una torre o su gemela, ir a currar en tren, bajar de un double decker en la City, cosas cotidianas que resultan infernales cuando uno se da de bruces con la sinrazón. Actos tan básicos y necesarios que cuesta creer que puedan costar la vida a nadie. Gente que se va sin merecerlo, y sin tener al menos la oportunidad de despedirse. Morir a sangre fría a manos de un enfermo que no te ofrece ni siquiera la posibilidad de defenderte. 

Qué corazón ausente tendrá alguien que aprieta un gatillo contra otro porque sí. Y qué sensación de vacío y de injusticia tendrán que soportar los que se quedan. Qué cruzada tan innecesaria y qué muertes tan gratuitas para no conseguir absolutamente nada más que sembrar terror. Qué delirio tendrá en la cabeza alguien que, en nombre de un Dios, juega a ser Dios con la vida de los demás. Menuda mala suerte la de los que ya nunca regresarán a casa después de aquel concierto, y menudo dolor el de aquellos que, desde entonces, permanecerán el resto de sus vidas esperando su regreso.

Qué cosa tan ridícula, París, que un viernes trece cualquiera, una panda de locos te hayan disparado porque sí, una bala directa al corazón.

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