Es noviembre en París. Es viernes por la noche. Llevas algún
tiempo esperando para ir al concierto de ese grupo que te gusta. Ya hace días
que compraste las entradas. Vas allí con intención de pasar un buen rato, sin
molestar a nadie. Y resulta que jamás regresas a tu casa. No lo haces porque un
loco ha decidido, de forma alevosa y premeditada, matar indiscriminadamente a
todo lo que se le ponga por delante. Porque sí. Sin importarle si tienes o no
algo en su contra, simplemente por pertenecer a un colectivo contra el que ha
decidido librar una guerra en nombre de algún Dios que, si existe, estará
profundamente avergonzado.
La vida, que en muchísimas ocasiones es algo completamente
apasionante, a veces simplemente no tiene sentido. Es ridículo que de la noche
a la mañana uno se apague por el simple hecho de que un pirado ha decidido
extinguir la raza humana a base de balazos. Es ridículo y es injusto que una
persona desaparezca porque sí, por estar en el lugar equivocado en el momento
equivocado. Por tomar la, a priori inocua, decisión de ir a un concierto, o a
cenar a un restaurante en el que el azar y la locura desatarán la tragedia. Es un
sinsentido que esa noche, que quizás estabas celebrando la vida, te topes de
frente con la muerte.
Ayer fue París. Antes fueron Nueva York, Madrid, Londres, y
otras tantas que quizás por lejanas nunca nos causaron tanta sensación.
Trabajar en una torre o su gemela, ir a currar en tren, bajar de un double
decker en la City, cosas cotidianas que resultan infernales cuando uno se da de
bruces con la sinrazón. Actos tan básicos y necesarios que cuesta creer que
puedan costar la vida a nadie. Gente que se va sin merecerlo, y sin tener al
menos la oportunidad de despedirse. Morir a sangre fría a manos de un enfermo
que no te ofrece ni siquiera la posibilidad de defenderte.
Qué corazón ausente tendrá alguien que aprieta un gatillo
contra otro porque sí. Y qué sensación de vacío y de injusticia tendrán que
soportar los que se quedan. Qué cruzada tan innecesaria y qué muertes tan
gratuitas para no conseguir absolutamente nada más que sembrar terror. Qué delirio
tendrá en la cabeza alguien que, en nombre de un Dios, juega a ser Dios con la
vida de los demás. Menuda mala suerte la de los que ya nunca regresarán a casa
después de aquel concierto, y menudo dolor el de aquellos que, desde entonces,
permanecerán el resto de sus vidas esperando su regreso.
Qué cosa tan ridícula, París, que un viernes trece
cualquiera, una panda de locos te hayan disparado porque sí, una bala directa
al corazón.
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