Lo nuestro fue una de tantas casualidades que tiene la vida. No recuerdo
exactamente a partir de qué momento, pero bastante antes de saber lo que era
una demanda, tuve claro que quería estudiar Derecho. La primera vez que, ya
como estudiante, subí las escaleras de piedra de la uni –que era como todo el mundo
llamaba a María Cristina- fue un 2 de octubre de 2006. Hacía dos semanas que
acababa de suspender por segunda vez el práctico del carnet de conducir, y
faltaban cuatro días para que por fin aprobara el dichoso examen.
Empecé la carrera a lo grande, o sea, suspendiendo Derecho Constitucional
en febrero, y llevándome Derecho Romano para septiembre. En segundo no recuerdo
pisar mucho la clase, y aun así salí con vida de aquella encrucijada para
llegar a tercero con nada en la mochila. De aquel curso recuerdo con mucho
cariño a la Hacienda Pública, que se vino conmigo a cuarto. Allí, como un duelo
al alba, cayeron siete asignaturas, siete, como siete soles que me llevé por
delante en junio con media de ocho y medio. Y quinto, que me hizo pensar qué
habría sido de mi expediente si me hubiera tomado la carrera tan en serio como
entonces.
Más tarde vendría el máster, que fue duro y divertido a partes iguales.
Formativo, en cualquier caso, y un tanto estresante algunas veces. Ahí ya
apunté maneras. Unas prácticas, y más tarde un trabajo. Estaba sin duda en el
lugar en el que siempre había querido estar, currando en un despacho en el
corazón de Madrid, y ejerciendo la profesión para la que me había estado
formando los últimos seis años de mi vida. Aquello no era ni más ni menos que
la consecución de una meta perseguida desde siempre. Lo tenía todo, pero me
faltaba algo. Así que lo dejé.
Después de eso vino la nube negra. Un año más bien perdido, por momentos
deprimido. Entonces apareció Alabama, que me dio la oportunidad de salir fuera
para coger aire y tomar perspectiva, para estudiar literatura y, lo más importante,
leer El Quijote. Para alcanzar una meta vital: ser profesor universitario. En
Alabama no sólo he vivido el sueño americano, sino que por primera vez he sido
una persona casi independiente. Aquí he crecido, y poco a poco he aprendido a
domesticar mis instintos. He ampliado horizontes y fronteras, y he tenido
tiempo para echar de menos cosas, sensaciones, y personas.
Llegado a este punto, lo cierto es que no tengo muy claro si realmente me
gusta la toga o no, pero tengo claro que me gusta el Derecho. Por momentos añoro
el rigor y la exactitud de las palabras, la presión de los plazos propios, la
necesidad de pensar una estrategia, y hasta hacerme el nudo de la corbata por
las mañanas. La realidad es que no creo que lo mío sea el ejercicio del Derecho,
pero no todo en lo jurídico es ser demandante o demandado. El caso es que
mañana hace 9 años que empecé a estudiar Derecho, y se me ocurre que aunque no
sea con una toga, quizás haya llegado la hora de volver a intentarlo.
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