7 jul 2014

El niño de la escalera.






La foto está tomada en las escaleras del adosado que mis padres compraron sobre plano justo antes de casarse en el año ochenta y ocho, en la calle Diana número quince, en Las Rozas. Pese a que desconozco la edad exacta que tenía en ella, estoy seguro de que por aquel entonces en aquella casa sólo vivíamos tres: mi padre, mi madre, y yo. Algún tiempo después vendría mi hermano, y casi al final de nuestros días en ella llegó Larry, un pastor belga negro que pasó a llamarse Lagún porque así lo quiso mi abuelo materno, que fue quien se encargó del perro mientras nosotros vivimos en un piso de la calle Velázquez en San Lorenzo, pueblo en el que sigo viviendo a día de hoy.


A pesar de que presumo de tener buena memoria, la realidad es que no recuerdo cuándo se hizo, aunque estoy seguro de que fue en algún momento del año noventa y uno. Del mismo modo, tampoco recuerdo quién tomó la instantánea. Aunque según mi padre fue él, lo cierto es que la podría haber tomado mi tía, pues ambos fueron reporteros gráficos de mi infancia y de gran parte de mi vida.
La foto para mí es especial por varios motivos, pero esencialmente porque representa de alguna manera la época más feliz de la vida de mis padres. Cuando fue tomada, mi padre aún era maestro de la EGB en Galapagar, y mi madre trabajaba como administrativa en el extinto restaurante Jockey, de la calle Amador de los Ríos de Madrid. Mi hermano aún no era siquiera un proyecto por aquel entonces, y yo, por lo que me cuentan, tenía una especial afición a agujerear las paredes de mi casa a golpe de martillo, afición que por cierto ya no tengo y que me fue inculcada por mi abuelo materno, que era cerrajero.

Existen además otros detalles en la misma, que de alguna forma son irrepetibles. Para empezar porque en ella aún soy rubio y tengo el pelo largo y a tazón. Y para seguir porque llevo puesto un chándal, cosa que a día de hoy resulta francamente impensable. Sin embargo, hay cosas que veintitrés años después aún no han cambiado, como por ejemplo mi sonrisa de medio lado, que sigo poniendo cada vez que el objetivo de una cámara de fotos se cierne sobre mí. O la posición de mis manos con los dedos cruzados, que sigo manteniendo de cuando en cuando. No ha cambiado tampoco la mirada, los ojos con los que veía y veo todo, pero sí lo ha hecho el mundo que me rodea. Y ya no mantengo la inocencia, si es que alguna vez la tuve, como un día me dijo un profesor en el colegio: “usted no ha sido inocente ni siquiera el día que nació”.

Es evidente que han pasado los años, pero de alguna manera sigo siendo aquel niño travieso y cabroncete que le daba las llaves de mi casa en un llavero verde de Caja Madrid, a través de la valla del jardín a Poti, el perro de mi vecina de Pontevedra, para ver si se las comía. Sigo siendo el mismo al que su madre un día le pilló sentado en el poyete de la ventana observando hacia la nada con unos prismáticos cuyas lentes no alcanzaban más allá de su propia imaginación. Aquel que fregaba la cocina intentando echar una mano, y la dejaba encharcada. Ése que se quedó sin triciclo porque sólo a su madre se le ocurrió montarse para hacer la gracia en el salón. 

Ahora tengo el pelo un poco más moreno (tampoco mucho) y algo más de barba (a veces), no utilizo chándal ni para ir al gimnasio (las pocas veces que voy), y de aquello dudosa inocencia no queda ni rastro (creo). Conduzco un coche diésel que me regaló mi padre, en lugar de un tractor eléctrico que me regalaron los Reyes Magos, y he cambiado lo de ver el Cartoon Network en inglés por otro tipo de aficiones algo menos confesables. Ya no amenazo con matar moscas con un bote de esmalte de uñas de mi madre mientras mi padre me graba comiendo jamón en el jardín, y tampoco canto la canción de “a mi burro”. 

Sin embargo, y aunque un poco más mayor, de alguna manera sigo siendo -y espero siempre ser- el niño de la foto.


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