Dice Manuel Jabois –a quien por
cierto, algún día explicaré que desde que me hice una foto con él, todo ha ido
a peor en mi vida- que “una de las cosas más curiosas que siempre se le dice a
la gente que escribe es que se vaya a Madrid”, y cuenta de hecho, como ejemplo
de dicha teoría, que un amigo de un familiar suyo una vez le dijo que para ser
escritor había que irse a Madrid. O eso dice él que dijo.
Yo hoy no me he ido, pero he
vuelto a Madrid. Lo había hecho otras veces desde entonces, pero ninguna de
ellas tan decidido a tropezarme –contigo- en mitad de alguna calle. He cogido
el metro en Argüelles, como solía hacer otrora, y he comprobado una estación
tras otra cómo el tren sigue tardando entre ocho y nueve minutos en llegar
hasta Velázquez; aunque en realidad me haya bajado en Serrano, por esa
costumbre tan mía de llegar pronto a todas partes con tal de no llegar tarde.
He vuelto a Madrid para refrescar
mi memoria con un poco de café y otro poco de conversación con alguien con
quien me identifico desde hace algún tiempo. Y lo he hecho para recordarme a mí
mismo por qué pasado mañana hace un año que tuvieron lugar dos de los hechos
más importantes de mi vida: dejar de forma definitiva el despacho en el que
trabajaba, y fundar otra empresa personal que, aunque hace meses se encuentra
liquidada, todavía a veces mantengo la esperanza de reflotar.
Hoy en Madrid no había nubes, o
al menos no las suficientes como para hacerme cejar en mi idea de recorrer una
tras otra sus calles a pie. Después de todo, cuando uno no tiene nada que hacer
más allá de escribir cosas que no puede publicar, el tiempo se convierte en
algo completamente relativo. Así que he decidido perderme –metafóricamente hablando,
claro- desde Núñez de Balboa hasta la calle Princesa caminando siempre por la
acera de los impares mientras sonaba Nacho Vegas; y mientras paraba de vez en
cuando en algún que otro semáforo en rojo, por aquello de que lo importante es
volver. Y porque lo cívico no debía estar reñido –al menos no esta mañana- con
lo simbólico del momento.
Así, he bajado por la calle Goya,
y he cruzado por Velázquez, Lagasca, Claudio Coello, y Serrano para llegar
hasta la Plaza de Colón, desde la cual he cruzado la Castellana, para subir por
Génova hasta la plaza de Alonso Martínez. Una vez allí, he cruzado la bendita
calle Almagro, y la calle Santa Engracia (en la que tantos buenos ratos he
pasado) para seguir por Sagasta, Carranza, y finalmente Alberto Aguilera, en la
cual he cogido el metro.
¿Por qué cuento todo esto? Pues
porque esos veinte y cinco minutos que he tardado en recorrer de un punto a
otro la ciudad han sido el mejor momento del día. Porque mientras recorría
esa distancia he comprobado lo bien que sienta a veces el anonimato de una gran
ciudad. Y porque hoy jueves día veinte de febrero, esta mañana a eso de las
once, aun a riesgo de dejar de ser anónimo al doblar alguna esquina, he vuelto
a Madrid.
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