20 feb 2014

Hoy he vuelto a Madrid.



Dice Manuel Jabois –a quien por cierto, algún día explicaré que desde que me hice una foto con él, todo ha ido a peor en mi vida- que “una de las cosas más curiosas que siempre se le dice a la gente que escribe es que se vaya a Madrid”, y cuenta de hecho, como ejemplo de dicha teoría, que un amigo de un familiar suyo una vez le dijo que para ser escritor había que irse a Madrid. O eso dice él que dijo.

Yo hoy no me he ido, pero he vuelto a Madrid. Lo había hecho otras veces desde entonces, pero ninguna de ellas tan decidido a tropezarme –contigo- en mitad de alguna calle. He cogido el metro en Argüelles, como solía hacer otrora, y he comprobado una estación tras otra cómo el tren sigue tardando entre ocho y nueve minutos en llegar hasta Velázquez; aunque en realidad me haya bajado en Serrano, por esa costumbre tan mía de llegar pronto a todas partes con tal de no llegar tarde.

He vuelto a Madrid para refrescar mi memoria con un poco de café y otro poco de conversación con alguien con quien me identifico desde hace algún tiempo. Y lo he hecho para recordarme a mí mismo por qué pasado mañana hace un año que tuvieron lugar dos de los hechos más importantes de mi vida: dejar de forma definitiva el despacho en el que trabajaba, y fundar otra empresa personal que, aunque hace meses se encuentra liquidada, todavía a veces mantengo la esperanza de reflotar.

Hoy en Madrid no había nubes, o al menos no las suficientes como para hacerme cejar en mi idea de recorrer una tras otra sus calles a pie. Después de todo, cuando uno no tiene nada que hacer más allá de escribir cosas que no puede publicar, el tiempo se convierte en algo completamente relativo. Así que he decidido perderme –metafóricamente hablando, claro- desde Núñez de Balboa hasta la calle Princesa caminando siempre por la acera de los impares mientras sonaba Nacho Vegas; y mientras paraba de vez en cuando en algún que otro semáforo en rojo, por aquello de que lo importante es volver. Y porque lo cívico no debía estar reñido –al menos no esta mañana- con lo simbólico del momento.

Así, he bajado por la calle Goya, y he cruzado por Velázquez, Lagasca, Claudio Coello, y Serrano para llegar hasta la Plaza de Colón, desde la cual he cruzado la Castellana, para subir por Génova hasta la plaza de Alonso Martínez. Una vez allí, he cruzado la bendita calle Almagro, y la calle Santa Engracia (en la que tantos buenos ratos he pasado) para seguir por Sagasta, Carranza, y finalmente Alberto Aguilera, en la cual he cogido el metro.

¿Por qué cuento todo esto? Pues porque esos veinte y cinco minutos que he tardado en recorrer de un punto a otro la ciudad han sido el mejor momento del día. Porque mientras recorría esa distancia he comprobado lo bien que sienta a veces el anonimato de una gran ciudad. Y porque hoy jueves día veinte de febrero, esta mañana a eso de las once, aun a riesgo de dejar de ser anónimo al doblar alguna esquina, he vuelto a Madrid.

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