A veces, cuando el día se hace
eterno y tengo la sensación de que el grano de arena ha tomado unas dimensiones
astronómicas, tiro de un freno de mano imaginario, para bajarme de un coche en
el que evidentemente no estoy, y enciendo –imaginariamente- un cigarro
para darle unas caladas –también imaginarias- que arrojen –paradójicamente-
algo de luz a todo este sinsentido. Lo hago de cuando en cuando, cuando tengo
la sensación de que ese día la vida me está ganando la partida por la mano; aun
teniendo yo mejores cartas, y mejores argumentos.
Entonces, y sólo entonces,
después de recuperar esa calma merecida –y marcar las cartas de la baraja- sigo
adelante, como si nada de lo anterior hubiera tenido lugar. Me acomodo el Borsalino
negro y continúo mi camino mientras pienso en esto y en aquello –y en lo de más
allá-, para acabar divagando mentalmente sobre el sexo de los ángeles, y llegar
a la conclusión de que no existe un salvoconducto capaz de hacerme entrar en
razón. Como si razón fuera un país, y yo un tipo que se exilió.
Es en estas cuando, como el que
no quiere la cosa, llega la noche de repente con esa nocturnidad que le es propia –y esa alevosía impostada que tienen todos los finales predecibles-, para
meterse a escondidas en mi cama y esperarme entre sábanas de color blanco satén
que yo nunca he comprado; como quien decide pasarse a saludar, y se acaba quedando
a vivir toda la vida. Como esas personas inesperadas, que llenan un vacío que
no existía antes de que llegaran.
Y así llegan las doce. Con la
luna observando –prismáticos mediante- desde ahí arriba qué es lo que acontece
a través de mi ventana, intentando descifrar mis pensamientos a estas horas de
este jueves; como si yo mismo supiera lo que pienso.
Como si alguna vez, a lo largo de este día tan eterno, tuviera la oportunidad
de hacer otra cosa que no fuera esperar a ese momento en el que cierro los ojos
para poder soñar un rato, que aquel sueño sigue ahí.
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