23 ene 2014

357 palabras de jueves por la noche.



A veces, cuando el día se hace eterno y tengo la sensación de que el grano de arena ha tomado unas dimensiones astronómicas, tiro de un freno de mano imaginario, para bajarme de un coche en el que evidentemente no estoy, y enciendo –imaginariamente- un cigarro para darle unas caladas –también imaginarias- que arrojen –paradójicamente- algo de luz a todo este sinsentido. Lo hago de cuando en cuando, cuando tengo la sensación de que ese día la vida me está ganando la partida por la mano; aun teniendo yo mejores cartas, y mejores argumentos.

Entonces, y sólo entonces, después de recuperar esa calma merecida –y marcar las cartas de la baraja- sigo adelante, como si nada de lo anterior hubiera tenido lugar. Me acomodo el Borsalino negro y continúo mi camino mientras pienso en esto y en aquello –y en lo de más allá-, para acabar divagando mentalmente sobre el sexo de los ángeles, y llegar a la conclusión de que no existe un salvoconducto capaz de hacerme entrar en razón. Como si razón fuera un país, y yo un tipo que se exilió.

Es en estas cuando, como el que no quiere la cosa, llega la noche de repente con esa nocturnidad que le es propia –y esa alevosía impostada que tienen todos los finales predecibles-, para meterse a escondidas en mi cama y esperarme entre sábanas de color blanco satén que yo nunca he comprado; como quien decide pasarse a saludar, y se acaba quedando a vivir toda la vida. Como esas personas inesperadas, que llenan un vacío que no existía antes de que llegaran.

Y así llegan las doce. Con la luna observando –prismáticos mediante- desde ahí arriba qué es lo que acontece a través de mi ventana, intentando descifrar mis pensamientos a estas horas de este jueves; como si yo mismo supiera lo que pienso. Como si alguna vez, a lo largo de este día tan eterno, tuviera la oportunidad de hacer otra cosa que no fuera esperar a ese momento en el que cierro los ojos para poder soñar un rato, que aquel sueño sigue ahí.

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