No soy un gran fan de las fotografías. Al contrario, generalmente suelo ser
ese que se aparta o que decide no salir salvo que ese día se sienta
especialmente fotogénico, lo cual es difícil si estoy sobrio. Sin embargo, de
vez en cuando hago repaso de las que encuentro por ahí y viajo en el tiempo.
Revivo sensaciones, percibo los olores del momento, y hasta paladeo el sabor de
lo que fuera que hubiera en el vaso en ese instante, porque el vaso suele ser
condición indispensable en el posado. En algunas ocasiones, incluso recuerdo el
antes el durante y el después del megapíxel, y salvo contadas excepciones,
esbozo una sonrisa mitad canalla mitad cómplice, en función de la canción que
acompañe a mi viaje temporal imaginario.
Ocurre que a veces me arrepiento –cosa que no me sucede con facilidad- de
no haber hecho más fotos en determinadas ocasiones. De no haber generado más
lugares de memoria que diría Pierre Nora, más puntos de restauración desde los
que evocar un recuerdo a partir del cual rememorar una situación puntual en un
sitio cualquiera a una hora indeterminada en un día desconocido. De haber
cerrado sin querer la puerta a recordar por ejemplo aquella vez en la que vaya
usted a saber por qué la casualidad decidió de forma unilateral y alevosa que
ocurriera aquello que ocurrió.
De cualquier forma, de cuando en cuando releo textos publicados y por
publicar, y me doy cuenta de que a falta de fotografías buenas son las palabras
cuando se ordenan en un sentido concreto. Tan buenas que a veces incluso soy
capaz de imaginarme en mi cabeza la fotografía, o mejor dicho la sucesión de
fotogramas necesaria para recorrer un momento determinado. Tan reales son las
palabras, que sin ser realmente fotografías me permiten revivir esas
sensaciones, percibir esos olores o paladear aquellos sabores. Desplazarme, en
último término, a lo largo del eje espacio temporal, y aparecer –mentalmente,
claro- por un segundo en aquel lugar. Rellenándome el vaso.
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