10 dic 2014

Rellenándome el vaso.



No soy un gran fan de las fotografías. Al contrario, generalmente suelo ser ese que se aparta o que decide no salir salvo que ese día se sienta especialmente fotogénico, lo cual es difícil si estoy sobrio. Sin embargo, de vez en cuando hago repaso de las que encuentro por ahí y viajo en el tiempo. Revivo sensaciones, percibo los olores del momento, y hasta paladeo el sabor de lo que fuera que hubiera en el vaso en ese instante, porque el vaso suele ser condición indispensable en el posado. En algunas ocasiones, incluso recuerdo el antes el durante y el después del megapíxel, y salvo contadas excepciones, esbozo una sonrisa mitad canalla mitad cómplice, en función de la canción que acompañe a mi viaje temporal imaginario. 

Ocurre que a veces me arrepiento –cosa que no me sucede con facilidad- de no haber hecho más fotos en determinadas ocasiones. De no haber generado más lugares de memoria que diría Pierre Nora, más puntos de restauración desde los que evocar un recuerdo a partir del cual rememorar una situación puntual en un sitio cualquiera a una hora indeterminada en un día desconocido. De haber cerrado sin querer la puerta a recordar por ejemplo aquella vez en la que vaya usted a saber por qué la casualidad decidió de forma unilateral y alevosa que ocurriera aquello que ocurrió. 

De cualquier forma, de cuando en cuando releo textos publicados y por publicar, y me doy cuenta de que a falta de fotografías buenas son las palabras cuando se ordenan en un sentido concreto. Tan buenas que a veces incluso soy capaz de imaginarme en mi cabeza la fotografía, o mejor dicho la sucesión de fotogramas necesaria para recorrer un momento determinado. Tan reales son las palabras, que sin ser realmente fotografías me permiten revivir esas sensaciones, percibir esos olores o paladear aquellos sabores. Desplazarme, en último término, a lo largo del eje espacio temporal, y aparecer –mentalmente, claro- por un segundo en aquel lugar. Rellenándome el vaso.

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