Echo de menos vagar –quizás contigo- de madrugada por las calles de Madrid.
Recorrer la ciudad a una distancia prudencial –de ti, no vayan a pensar-,
adentrándome en lo más profundo de los sueños que se esconden entre sus
múltiples luces de neón mientras algunos inocentes suponen dormida a la siempre
insomne capital. Contemplar de lejos el reflejo de su juego de colores en
constante ebullición, como si de un millón de diodos colocados al azar se
tratase su interminable horizonte boreal. Y quién sabe si ya puestos,
arrancarte sonrisas y exabruptos cariñosos con sobornos altruistas de mirada al
mismo tiempo.
Echo de menos esos ojos incrédulos con que te mira de noche ciega la
ciudad, y esa duda constante que le asalta al municipio cuando atraviesas
impertérrito una calle con nombre de mujer, como si nada. Escuchar el sonido
quebradizo de sirenas que corren de acá para allá, que buscan un silencio que
no existe en Madrid, una vía de servicio que permita descansar de la vorágine
de esta ciudad tuya sin ti. Una estación de metro que disfrazada de avenida
principal divida la ciudad en dos y nos asigne a cada uno una mitad; y un
salvoconducto de contrabando que nos permita cruzar al otro lado los domingos
por la tarde.
Echo de menos el cuerpo del pecado caminando con tacones por la calle Jorge
Juan con el único incentivo de la prisa, que descansa de repente y sin
pensarlo, observando fugaz el cielo inexistente –a veces- en esta ciudad de
corazón frenético. Blandir una espada de mentira y retar a un duelo a vida o
muerte al Madrid más conocido de día, como quien se bate impertinente en una
guerra contra la desorientación. Bajar caminando la Gran Vía con la absoluta
seguridad de que ya he perdido el metro, otra vez. Y quizás, en uno de esos
pasos indolentes, levantar la cabeza y encontrarte allí buscando un taxi a las
seis de la mañana.
Echo de menos, Madrid, tenerte entre mis brazos y abrazarte como si no
fuese a haber mañana. Como si esta vez por fin volvieras, para quedarme allí
contigo.
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