3 nov 2014

Madrid.



Echo de menos vagar –quizás contigo- de madrugada por las calles de Madrid. Recorrer la ciudad a una distancia prudencial –de ti, no vayan a pensar-, adentrándome en lo más profundo de los sueños que se esconden entre sus múltiples luces de neón mientras algunos inocentes suponen dormida a la siempre insomne capital. Contemplar de lejos el reflejo de su juego de colores en constante ebullición, como si de un millón de diodos colocados al azar se tratase su interminable horizonte boreal. Y quién sabe si ya puestos, arrancarte sonrisas y exabruptos cariñosos con sobornos altruistas de mirada al mismo tiempo.

Echo de menos esos ojos incrédulos con que te mira de noche ciega la ciudad, y esa duda constante que le asalta al municipio cuando atraviesas impertérrito una calle con nombre de mujer, como si nada. Escuchar el sonido quebradizo de sirenas que corren de acá para allá, que buscan un silencio que no existe en Madrid, una vía de servicio que permita descansar de la vorágine de esta ciudad tuya sin ti. Una estación de metro que disfrazada de avenida principal divida la ciudad en dos y nos asigne a cada uno una mitad; y un salvoconducto de contrabando que nos permita cruzar al otro lado los domingos por la tarde. 

Echo de menos el cuerpo del pecado caminando con tacones por la calle Jorge Juan con el único incentivo de la prisa, que descansa de repente y sin pensarlo, observando fugaz el cielo inexistente –a veces- en esta ciudad de corazón frenético. Blandir una espada de mentira y retar a un duelo a vida o muerte al Madrid más conocido de día, como quien se bate impertinente en una guerra contra la desorientación. Bajar caminando la Gran Vía con la absoluta seguridad de que ya he perdido el metro, otra vez. Y quizás, en uno de esos pasos indolentes, levantar la cabeza y encontrarte allí buscando un taxi a las seis de la mañana. 

Echo de menos, Madrid, tenerte entre mis brazos y abrazarte como si no fuese a haber mañana. Como si esta vez por fin volvieras, para quedarme allí contigo.

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