Hablemos de nostalgias. De las
que pasaron, y de las que, a partir de nuestro aterrizaje en Madrid, vendrán.
Ahora que han transcurrido seis
días desde que regresamos a España, y que estoy en disposición de confirmar que
una vez más he incumplido una promesa (de actualizar el blog con mayor
periodicidad, esta vez), me veo con ánimo de relatar algunos de los pormenores
que mi estancia transatlántica me ha deparado. Los posos que tras veinte días
en Estados Unidos van cayendo lentamente como si de una taza de café de “I love
NY” mi memoria se tratara.
Más allá de los tópicos, en los
que a menudo caeré, debo decir que es difícil no idealizar un lugar en el que,
por unas cosas o por otras, uno ha sido mucho más feliz de lo que acostumbraba a ser últimamente.
Del mismo modo, es difícil no
tener la tentación de fijar mal adrede la hora del despertador en la mañana de partida
para –oh, qué mala suerte- perder el avión que le trae de vuelta a casa. Sin
embargo –y por desgracia en este caso- ya sea por racionalidad, o por falta de
valor, uno no fue capaz de sucumbir a la tentación.
Han sido veinte días en los que
hemos cogido siete aviones diferentes para pisar seis estados distintos:
Pennsylvania, Nueva York, Nueva Jersey, Georgia, Alabama, y Tennessee. Veinte días
que quedarán a fuego en mi memoria, y que han terminado por convencerme de que
mi destino a día de hoy se encuentra más cerca de Atlanta que de Madrid.
Cuatrocientas ochenta horas comprobando cómo el trabajo que uno desarrolla
durante el verano tiene, no sólo su recompensa a nivel económico y vital, sino
su eco en el tiempo; y más concretamente en la memoria de los demás.
Hemos constatado que lejos de
tener conocidos al otro lado del océano, tenemos amigos. No voy a citar a ninguno (salvo a ese que tiene nombre de ex presidente americano), porque ellos ya saben quienes son.
Estados Unidos, como todo, tiene
sus ventajas y sus inconvenientes. No seré yo quien descubra América 521 años
después de que lo hiciera Cristóbal Colón. Sin embargo –y quizás soy yo muy
impresionable-, reconozco venir impactado por infinidad de cosas con las que me he sentido plenamente
identificado.
No sabría, por otra parte, cuál
de los tres lugares que he visitado es el que más me ha gustado.
Nueva York es especial por
inabarcable, por diferente, por curioso, y por desconocido. Allí vivimos la
sensación que se tiene cuando uno está en una gran ciudad a las seis de la
tarde, con las maletas en la calle y sin saber dónde dormir. Y retrocedería en
el tiempo una y mil veces para volver a vivirla una vez más. Para saborear ese
instante en el que nos planteamos dormir en el Waldorf Astoria y no pudimos
hacerlo por falta de habitaciones. Para volver a sentir el calor de los focos
de Times Square a las diez y media de la noche en manga corta en una noche de
octubre.
Tuscaloosa es inolvidable porque
además de ser un campus universitario impresionante, está poblada de mucha
gente de la que siempre guardaré un recuerdo especial. Es, probablemente, la
que escenifique lo que la Universidad de Alabama ha supuesto en mi vida: un
cambio de horizontes, una apertura de miras, una oportunidad para soñar. Supuso
vivir en quince días la experiencia universitaria (fraternidad incluida) que en cinco años de
universidad (seis con el máster) en España nunca pude tener. Constatar con
envidia las abundantes diferencias existentes entre un sistema y otro. Anhelar
otra vida, o un Delorean, que me permitiera pasar desde los 18 hasta los 22 en
esa universidad.
Y Nashville, por inesperada (no
entraba en nuestro guión), por sorprendente (no la esperábamos así), y por
disparatada, es un lugar que recomiendo visitar al menos una vez en la vida.
Llegó en un momento en el que, debido al fall break de la universidad, el viaje
corría el riesgo de estancarse y empezar a caer en intensidad, y supuso sin
duda alguna la guinda a nuestra experiencia americana.
Pero eso no es todo. Como habréis
podido leer, en muchos momentos de este post, hablo indistintamente en primera
persona del singular, o del plural. Y no es casualidad. Todo lo que habéis
leído, y todo lo que he vivido, habría sido diferente de no tener a mi lado a
mi compañero de batallas, que ayer por la mañana se embarcó en un vuelo a
Manila para cumplir su sueño de ser futbolista profesional. Ninguno de todos
estos momentos inolvidables habría sido igual sin Manolo, que es un cabronazo
entrañable y divertido.
A partir de ahora habrá más
viajes a Estados Unidos –muchos, con suerte-, pero ninguno será igual que éste.
Ya nunca jamás tendremos la sensación de, por primera vez, ver los rascacielos
neoyorkinos, o ver un partido de fútbol americano en el Bryant-Denny
Stadium. Tampoco pisaremos por primera vez el Honky Tonk de Nashville. Sin
embargo, cada vez que repitamos una de estas experiencias, recordaremos que una
vez, allá por octubre o noviembre de 2013, vivimos un viaje que
cambió para siempre nuestras vidas.
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